domingo, 1 de junio de 2025

EL DOMINGO DE LAS ROSAS. EL HORÓSCOPO DE LA IGLESIA NACIENTE. Fray Justo Pérez de Urbel

 


EL DOMINGO DE LAS ROSAS

DOMINGO DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN

 

EL HORÓSCOPO DE LA IGLESIA NACIENTE

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Así se llamaba en otro tiempo el domingo que sigue a la Ascensión. Desde el amanecer, los niños se esparcían por el campo para llenar de flores las cestas de mimbre, que volcaban luego sobre los pavimentos de las iglesias; las jóvenes llegaban ostentando en sus  faldas los más bellos adornos de sus Jardines; los sacerdotes deshojaban los alelíes, las rosas, las azucenas y las madreselvas; los templos se vestían de fiesta, y entre la embriaguez de los perfumes estallaba el grito de los cantores: "Subió Dios en la jubilación, y el Señor a la voz de las trompetas." Era un homenaje a la gloria de Aquel que en el Cántico divino nos dice: "Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles"; Aquel que quiso llamarse Nazareno para despertar en nosotros el recuerdo de las flores, para expresar con su símbolo el encanto y la suavidad que encuentran en Él los que le aman. El alma del creyente se esforzaba por recoger lo más bello y delicado de la tierra, para enviarlo en pos del Amado, que acababa de desaparecer mas allá de la nube; la tierra, orgullosa de haber sido hollaba por los pies de un Dios, le ofrendaba en su triunfo la gloria espléndida de sus primaveras.

Pero la ausencia de ese Dios ponía una nota grave en aquel ambiente festivo. "No te alejes -decía el coro en el Introito-, no apartes de mi ese rostro que busco infatigablemente." Y luego, en el Aleluya, resonaba la voz de Cristo, derramando divinos consuelos: "No os dejaré huérfanos; voy y vengo a vosotros, y vuestro corazón se alegrará."

El Evangelio sigue presentándonos las ultimas recomendaciones, las "novísima verba" del Maestro. Procede, como el de los domingos anteriores, de aquel discurso admirable que siguió a la última Cena, y que solo nos ha conservado San Juan. Era en el camino de Getsemaní. Por el valle del Cedrón y sobre la colina de Ofel verdeaban los renuevos de las viñas, y los jardines embalsamaban la noche con su aliento. Entonces fue cuando Jesús pronunció aquellas profundas palabras: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos." Como el sarmiento a la vid, el cristiano debe estar unido a Cristo, y, en Cristo, a todos sus hermanos. Era una nueva lección de amor, una exhortación apremiante a la santa unidad, que debió causar a los Doce no pequeña sorpresa. Hablaba de un amor fraternal, universal, integral, precisamente cuando todas las fuerzas del odio se preparaban a dar el último asalto a su vida. ¿De qué le había servido aquel ir y venir por las montañas y los desiertos predicando la paz y el amor, sembrando la salud y la alegría?

Jesús debió observar esta extrañeza en la actitud de sus discípulos; pero, lejos de retractar su precepto de amor, el mandato nuevo del Nuevo Testamento, le confirma y le extiende aun a los que odian, a los mundanos, a los que son instrumento de Satanás. Ya no se podrá hablar de amigos y enemigos, y sin embargo, habrá perseguidos y perseguidores. Ante los ojos de los discípulos se abre un espectáculo de sangre, de violencia, de muerte: "Os arrojaran de las sinagogas, y es llegado el momento en que os arrastraran a la muerte creyendo que hacen un servicio a Dios."

Estas palabras encierran el horóscopo de la Iglesia naciente. "Os las digo ahora -añade Cristo-para que, cuando venga la hora, os acordéis de ellas." Y la hora no tardará en venir: primero, la persecución del Sanedrín; después, la lucha gigantesca entre los sucesores de Pedro y los sucesores de César; más tarde, las violencias heréticas, el contacto con las bestias rubias del Norte, las investiduras, el apostolado entre pueblos bárbaros, las intrigas de la ambición, la diabólica conjura de la masonería, los sofismas de la razón extraviada, los cataclismos de las revoluciones, las venganzas de la apostasía y los enconos de la envidia  Hasta hoy la voz de Cristo, aquella profecía que encerraba las tres cuartas partes de la historia de los últimos veinte siglos, sigue llena de sentido lo mismo que en tiempo de Caifás. Probablemente si Caifás la hubiera oído, no habría podido contener la carcajada. ¿Qué poder había de tener aquel hijo del carpintero para sobrevivir a la vergüenza del patíbulo? Algún tiempo antes, si, las gentes iban detrás de Él, le escuchaban, le aclamaban; pero ahora todos le habían abandonado; el más alto tribunal de la nación le iba a condenar, y hasta los más íntimos vacilaban. ¿Quién era Él para tener la pretensión de que su nombre, su doctrina y sus discípulos despertasen el odio del mundo hasta el fin de los siglos?

Si hace un siglo, el nombre de Napoleón era odiado hasta en los últimos rincones de España, hoy no hay nadie que tribute ese homenaje a su grandeza. La humanidad encuentra, de cuando en cuando, un monstruo que la tiraniza, la turba y la baña en sangre. Como es natural, ella responde con el odio; un odio que tal vez se extiende más allá del sepulcro, pero que no tarda en mitigarse, en ser desplazado par el desprecio o por el olvido. Solo hay un odio que persevera: el que consagra el "mundo" a Aquel que pasó hacienda el bien, a los discípulos que quieren seguirle y a su doctrina de pureza y de amor.

Es el antagonismo eterno entre Roma y Babel. Cuando la lucha arrecia, nos acordamos de que estaba escrito, y eso nos consuela; y las circunstancias mismas de la predicción aumentan nuestra confianza y nuestra fe.

Sabemos también aquella otra palabra, que es el principio primero de la economía de Dios en su gobierno de este mundo: "Omnia propter electos." Todo para los escogidos, a fin de que consigan la salvación. Y no podemos tampoco olvidar aquella otra promesa de Jesús en el Evangelio de este domingo: "Cuando venga el Paráclito, espíritu de verdad que Yo os enviaré del Padre, el dará testimonio de Mí; y vosotros le daréis también, porque estáis conmigo desde el principio." El Espíritu esta con nosotros. Toda la historia de la Iglesia es su voz que se levanta proclamando la divinidad de Jesucristo. Mientras los reinos sucumben, la dinastía de Pedro permanece; las demás sociedades nacen, alcanzan un grado mayor o menor de influencia y mueren; la Iglesia, en cambio, cuanto más peligran más peligran sus intereses terrenos, se nos presenta más fecunda y operante.