04 DE JUNIO
SAN FRANCISCO CARACCIOLO
FUNDADOR (1563-1608)
¿QUÉ son los Santos? —pregunta a sus discípulos un maestro protestante.
—Aquellos hombres por donde pasa la luz —se apresura a contestar un chiquitín ingenuamente.
Se refiere el pequeño —ya lo habéis adivinado— a las artísticas vidrieras de la capilla presbiteriana. Empero, en su ingenuidad, ha dado una sabia respuesta: los Santos son hombres transidos por la luz del Cielo, que iluminan a sus semejantes. Si bien, esa divina luz toma en ellos —como el sol en los góticos ventanales— tonalidades y cambiantes diversos: color de caridad, de celo, de pobreza, de fe, de martirio...
Francisco Caracciolo esplende con luz de amor. El «Apóstol del amor divino» le llamarán en España, cuando pase por Madrid dejando tras sí una estela de prodigios. La Iglesia, matizando aún más la gama maravillosa de su santidad, implora hoy en la colecta de la Misa:
«¡Oh, Dios! que honraste a San Francisco, Fundador de una nueva Orden, con el ardor en la oración y el amor a la penitencia: concede a tus siervos aprovechar en tu imitación, de suerte que, orando constantemente y reduciendo el cuerpo a servidumbre, merezcan llegar a la gloria celestial».
Vástago ilustre de la más rancia nobleza napolitana —la familia de los Caracciolo, en su rama Pisquizio—, ve la luz el 13 de noviembre de 1563 en un pueblecito de la diócesis de Chieti, llamado Villa Santa María. En el Bautismo le imponen el nombre de Ascanio, aunque él inmortalizará el de Francisco. Los días de su primera juventud son risueños y diáfanos: tiene virtud, inteligencia y gran linaje, ¿qué más puede desear? La inocencia bautismal arranca a sus pupilas claras y radiantes destellos de alta predestinación. Y, tocante al cuerpo, Ascanio es un joven bien plantado, esbelto, vigoroso, de varonil hermosura. Aunque su corazón está libre, el mundo empieza a acariciar su imaginación con sueños terrenos. Pero en este instante, viene el Señor a quilatar sus prendas, hiriéndole con una terrible lepra que troncha en flor todas sus ilusiones y esperanzas...
Ascanio, a sus veintidós años, acaba de verle a la vida su perfil sombrío y tajante. ¡Adiós belleza, adiós fuerza, adiós juventud! Todo ha desaparecido en un momento. El joven medita en la inconstancia de la fortuna. Por el resquicio del dolor humano penetra la luz divina que habrá de iluminar toda su existencia. Como el santo Job, alza sus miradas al Dios que le hiere y jura consagrarse plenamente a su servicio si le devuelve la salud.
El Señor se mostró generoso: con la limpieza del cuerpo le encendió en el alma el sol de un nuevo día, haciéndole comprender que la salvación eterna es el único negocio definitivo y absolutamente necesario. Y la negra nube del quedó envuelta en arreboles de gloria. y alegría.
Desengañado del mundo, Ascanio renuncia a su herencia y se traslada a Nápoles. Allí estudia la carrera eclesiástica, y es ordenado de sacerdote en 1587. El amor a los desgraciados le Lleva a ingresar en la pía unión de los Bianchi della Giustizia —los Penitentes blancos— dedicados a la asistencia espiritual de 'los condenados a muerte. Tras un año de caridad seráfica, llega a la concreción de lo que será el álveo de su vida: la fundación de los Clérigos Regulares Mínimos. En efecto: un error providencial le pone en contacto con el preboste Fabricio Caracciolo y el noble genovés, sacerdote Augusto Adorno, quienes, viendo en el equívoco la expresa voluntad -de Dios, le comunican sus planes e ideales, a los que él se asocia en cuerpo y alma. Retirados los tres en el convento de los Camaldulenses; maduran, en el silencio, la oración y la penitencia, su proyecto de fundar una Sociedad en la que se hermanen la vida activa y la contemplativa. Sixto V, midiendo con su penetrante mirada la santidad de Ascanio, aprueba las primeras Reglas en 1588. Un año después, hacen su profesión solemne, añadiendo a 'los tres votos ordinarios el de no aspirar a dignidades eclesiásticas. En tal ocasión, nuestro Santo cambia su nombre por el de Francisco, como símbolo de la total renuncia al mundo.
Tres veces pasa a España con el plan de establecer en ella la nueva Orden, según manifiesto deseo de Su Santidad. Después de muchas contradicciones y de repetidas entrevistas con el piadosísimo rey Felipe II en El Escorial, logra abrir una casa en Madrid, otra en Valladolid y una tercera en Alcalá. Su paso por la Capital de España, señalado con grandes milagros, levanta una ola de entusiasmo popular; mereciendo ser llamado, por sus ardientes discursos, «Apóstol del amor divino».
En 1604 vuelve definitivamente a Nápoles, donde renuncia el cargo de Superior General; para darse de lleno a la oración y penitencia. Debajo de una escalera del convento de Santa María la Mayor lo encuentran un día los Legados del Papa, que vienen a ofrecerle la mitra y el pectoral. Francisco agradece el honor que se le hace, pero se queda en su escondrijo, hasta que la fundación de Agnona reclama su presencia en aquella Ciudad. Allí le sorprende la muerte de los bienaventurados y, con ella, el ósculo del eterno Amor, un día 4 de junio de 1608, víspera de Corpus Christi, a los cuarenta y cinco años de edad.
La Santidad de Pío VII lo inscribió en el Martirologio Romano, al poner sobre su frente —en 1807— el halo glorioso de la santidad.