DOMINGO DE CUASIMODO
La incredulidad de Dídimo
FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL
Los ecos del aleluya del Sábado Santo siguen resonando a través del tiempo pascual. Esta alegría prolongada, decía Tertuliano a los idólatras de su tiempo, vale más que todas vuestras solemnidades juntas. Durante ocho días, los nuevos bautizados se han reunido en la basílica para cantar en torno a la fuente sagrada en que han recibido la nueva vida. Al fin, el sábado de la semana de Pascua han dejado los vestidos blancos. Fuertes ya en la doctrina que acaban de abrazar, pueden prescindir del símbolo que reflejaba al exterior el privilegio de la inocencia recobrada. No obstante, la Iglesia sigue pensando en ellos, rodeándolos de su maternal solicitud y adiestrándolos a caminar por las sendas que llevan al reino de Dios. Ocho días después de la Resurrección, cuando los neófitos se han confundido ya con los demás cristianos, la liturgia de la misa sigue dirigiéndose a ellos con acentos que son a la vez consejos de madre, caricias y felicitaciones. Desde el introito, nos encontramos aquellas deliciosas palabras de San Pedro que dan el nombre a este domingo: "Como niños recién nacidos, aleluia; como hijos espirituales, desead la leche pura y sincera, aleluia."
En la epístola, San Juan celebra el triunfo de los que han sido regenerados por la fe: triunfo de los ídolos, de las pasiones, de las viejas tradiciones paganas, de la duda y de la obscuridad. Nada tan consolador para aquellos hombres que acababan de entregarse a Cristo, como este grito jubiloso: ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios ?" Y luego, aquella solemne afirmación, que nos comunica una confianza indestructible: "El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio de Dios dentro de sí." Esta voz divina resonará en nuestro interior según nuestra generosidad y nuestros deseos de oírla. Juan cree a la sola vista de los lienzos que habían tocado el cuerpo de su Maestro; Tomás, en cambio, se niega a dar fe a todos los Apóstoles, que han visto a Jesús resucitado. La actitud del discípulo incrédulo, tan bellamente descrita en el evangelio del día, va a ser un nuevo motivo de aliento y beatificación para los nuevos nacidos del agua y del Espíritu Santo.
El carácter de Tomás se prestaba a la rebeldía del espíritu. Su rudeza sobrepujaba acaso a la de todos sus compañeros. Ya antes de la pasión, cuando Cristo hablaba, su mente se perdía en la niebla de los misterios, y, probablemente, ante la doctrina del reino de los Cielos que era semejante a un grano de mostaza, sus ojos no acertaban a ver más allá de las fronteras de Dan y Bersabee, del Mediterráneo y el desierto. Una restauración del reino de David. Cuando el Maestro pronunciaba sus parábolas, Tomás debía de quedarse en ayunas. Todavía en la última Cena confiesa que no entiende nada de cuanto dice el Señor: "Maestro -dice-, ni sabemos a dónde vas ni dónde está el camino." Ni los milagros, ni la doctrina, ni las declaraciones más o menos claras de Jesús, habían llegado a crear en él una convicción firme de que caminaba junto a Dios. Sin embargo, le seguía ciegamente: con gozo, con generosidad, con entusiasmo. Era, tal vez, el más entusiasta de los Apóstoles. Cuando Jesús quiere ir a Jerusalén, donde se ha decretado su muerte, todos sus compañeros vacilan, pero el grita con decisión: "Vayamos también nosotros a morir con Él." Este rasgo retrata su carácter. La vergüenza del Gólgota le desconcierta. A pesar de todos los avisos, nunca había creído que su Maestro podría terminar de aquella manera. Sus esperanzas, sus ilusiones, habíanse derrumbado. Y cuando Cristo, el mismo día de Pascua, se aparece a sus discípulos, el anda fuera del Cenáculo, vaga por la ciudad, recogiendo tal vez los rumores del vulgo acerca del malogrado Rabbí.
-Hemos visto al Señor -le dicen después sus amigos.
Y Tomas, que acababa de oír allá fuera tantas burlas con motivo del drama sangriento desarrollado dos días antes, respondió con una carcajada incrédula. Los espíritus limitados, que creen haber sido engañados una vez, son luego casi inaccesibles a toda luz.
-Pues, sí, hemos visto al Señor -vuelven a decir los Apóstoles; era verdaderamente Él; nos ha hablado, ha comido con nosotros.
A esta noticia tan unánime, tan minuciosa, tan gozosa, Tomás responde brutalmente:
-Si no veo en las manos las llagas de los clavos y no pongo el dedo en la llaga de los clavos, y mi mano en el costado, no lo creeré.
Era el lenguaje de un sentido común a ras de tierra; la lógica del hombre práctico y positivo; la frase famosa que repetirán eternamente todos los adoradores de la pura realidad. Burlado una vez en sus esperanzas, el buen apóstol ha resuelto no dar en adelante su asentimiento sin exigir las debidas garantías. Declara que quiere ver, pero luego se arrepiente de pedir tan poco; también hay visiones de fantasmas. Es preciso tocar, palpar, meter la mano donde entró la lanza. Entre los criterios de verdad, la inteligencia no cuenta; los ojos tienen poco valor; para un espíritu fuerte, la experiencia carnal es la cima de toda sindéresis.
Agradezcamos a Tomas "el Gemelo" aquella enérgica actitud, por la cual tiene el mundo una nueva prueba de la Resurrección, capaz de satisfacer al más exigente. De más provecho, dice un Santo Padre, fue para nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de la Magdalena. Ocho días después estaban los discípulos en la misma casa, y Tomás con ellos. Ocho días enteros había durado su terquedad frente a la afirmación de todos sus compañeros. Probablemente lloraba al Maestro, porque tenía un corazón generoso, y ese sentimiento fue el que le tuvo unido a sus hermanos durante aquella semana interminable. De repente, una voz en el umbral:
-¡La paz sea con vosotros !
El Resucitado esta allí y sus ojos buscan al incrédulo. Viene por él, porque le ama a pesar de su infidelidad, y con él se encara, diciendo:
-Pon aquí tu dedo y mira mis manos; alarga tu diestra y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel.
-¡Señor mío y Dios mío! -exclamó el apóstol temblando y adorando.
Su obstinación se había rendido; confesaba su derrota, más hermosa que todas las victorias, y se entregaba por entero a Cristo. Pero a esta sumisión tardía, el Señor oponía el mérito y la dicha de las almas innumerables que habían de creer sin verle.
-Porque me viste, Tomás, has creído; bienaventurados los que creyeren sin verme.
Era un suave reproche dirigido, a través de los siglos, a todos los tibios en la fe, a todos los pragmáticos, a todos los racionalistas. El neófito que acababa de ver transformada su vida natural, solo por una fe, de nuevo podría conseguir la plenitud en su nueva existencia. El júbilo de la fecundidad es el fruto que sigue a la beatificación del creyente, "porque el justo vive de la fe”.