28 DE ABRIL
SAN PABLO DE LA CRUZ
FUNDADOR (1694-1775)
LA gran dimensión de Pablo de la Cruz —lo mismo que la de Pablo de Tarso, lo mismo que la de Cristo— está en el sufrimiento y el amor, o, más exacto, en el sufrimiento por el amor. Amar y sufrir: he aquí las dos palabras mágicas —valga el calificativo— forjadoras de su santidad; he aquí el lema de toda su vida, el alma de su espiritualidad. Elegido por Dios para ser apóstol de la Pasión en el frívolo y renegado siglo XVIII, y para fundar una Congregación de apóstoles de la Cruz, no creemos recargar las tintas si le llamamos el San Pablo de los tiempos modernos. Gráficamente, nos lo representamos con un crucifijo entre las manos y dirigiéndonos estas palabras tan suyas, tan abrasadas de amor y de dolor: «Contempla, alma cristiana, lo que Dios ha hecho por ti, y advierte lo que de ti reclaman esos padecimientos». ¡Admirable contraste, San Pablo de la Cruz frente al escéptico y veleidoso siglo XVIII!
El esclarecido fundador de los Pasionistas, Pablo Francisco Danei, viene al mundo el 3 de enero de 1694, en Ovada —Génova—, para ser apóstol de la Cruz desde los albores de su niñez hasta los estertores de su agonía. Por eso —apóstol precoz— ya durante la infancia se le ve con frecuencia rodeado de sus hermanitos, a quienes explica a su manera los tormentos de Jesucristo. Pero, sobre todo, al igual que San Pablo, se esfuerza en reproducirlos en su carne inocente con. tenacidad inaudita: duerme con frecuencia en el desván, se levanta a medianoche para flagelarse con recias correas, ayuna a pan y agua todos los viernes y mezcla su bebida con hiel y vinagre, en memoria del terrible brebaje del Redentor. Su padre, Lucas Danei, hombre de arraigada fe, se cree en la obligación de moderar estos rigores: «¿Qué haces, hijo mío? —le dice un día asustado — ¿Qué haces? ¿Quieres matarte?». Más tarde nos hará el Santo esta maravillosa revelación: «En mi adolescencia me dio el Señor hambre y sed de dos cosas: del Pan Eucarístico y de sufrir por Él». Estos primeros años de su vida marcan también la fecha de sus primeros milagros y revelaciones, ya en Ovada, ya en Cremolino, ya en Castellazo.
Y así, sediento de inmolación y puro como un ángel, llega Pablo Francisco a los veinte años. Ahora le parece que Dios le llama a luchar contra los enemigos del nombre cristiano, y, ¡quién sabe si a derramar su sangre por la Fe! ¡Oh, qué bella vocación!
Puesta la mira en este ideal, se alista en el ejército que —en 1715 — se moviliza contra los turcos, por iniciativa de Clemente XI.
Un año más tarde está de vuelta en Castellazo; porque Dios le ha revelado que será capitán de una legión de apóstoles. Aquí, tiene el heroico gesto de renunciar a la mano de una joven noble, así como a una pingüe herencia. Es el primer paso decisivo dentro de 103 planes del Cielo. El camino empieza a hacerse áspero, pino, de calvario. Jesús le dice un día: «Quien a mí se aproxima a las espinas se acerca». Pablo sigue adelante: no sabe a las claras hacia dónde camina; más la gracia de Dios le arrebata. Poco a poco va concretándose el divino querer; hasta que, a fuer de espaldarazo, se le presenta la Virgen vestida de negro, llevando sobre el pecho un emblema en forma de corazón rematado en una crucecita, y con este mote en letras blancas: JESU XPI PASSIO: Pasión de Cristo. Pablo ve con claridad: ha de plasmar sus ansias de apostolado en una Congregación de Caballeros de la Cruz...
Ha hablado el Cielo. El Obispo de Alejandría del Piamonte le impone el hábito diseñado por da Virgen y aprueba las primeras Reglas, de una austeridad que espanta. La idea del Fundador es bien concreta: salvar las almas: dentro de casa, por la penitencia; fuera, por la predicación de los dolores de Cristo. Desde este punto se densifica tanto su vida, que es imposible abarcarla en todas sus proyecciones sin hacer de cronógrafos. Redactadas las Reglas —1720—, parte para Roma, con la venia de Monseñor Cottinara —1721— en 1727 es ordenado de sacerdote por Benedicto XIII; en 1732 edifica el primer convento en el monte Argentaro, y en 1741 Benedicto XIV aprueba el naciente Instituto de los Pasionistas.
Afluyen los discípulos, se multiplican los milagros y los conventos, y una ráfaga de nombradía rodea la figura del Misionero Apostólico —título que le ha dado Clemente XII—; mientras que él, cargado con una cruz enorme, atraviesa las calles de las ciudades, sube al púlpito coronado de espinas, se flagela durante los sermones y recorre provincias enteras a la evangélica, es decir: horro de blanca, sin alforja ni sandalias. Lleva, eso sí, los instrumentos de martirio: fustas con bolas de hierro, cadenas con garfios, túnicas guarnecidas de navajas, El amor a la Pasión y la pasión de las almas lo lanzan impetuosamente por el: camino del dolor. ¡Amar y sufrir! —cifra de su vida—, que Pablo resume en esta vibrante exclamación: ¡Oh, mi amor Crucificado! Por eso, fiel hasta el fin, ya en el lecho de muerte, pide se le lea la Pasión. «Padre —dice el lector—, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti». Son las últimas palabras que los oídos de Pablo de la Cruz perciben en este mundo. Dios le ha glorificado en el cielo...
Pío IX le glorificará en la tierra con el lauro de los Santos.