19 DE ABRIL
SAN VICENTE DE COLIBRE
MÁRTIR (+303)
LA Era de los Mártires —comenta Chateaubriand— ofrece un espectáculo extraordinario:
El siglo heroico del paganismo tuvo sus Hércules guerreros; el siglo heroico del Cristianismo produjo sus Hércules pacíficos, que domeñaron otra especie de monstruos: los vicios, las pasiones, los errores; héroes cuya victoria consistía, no en matar, sino en morir...».
De unos y de otros ha sido siempre España madre fecunda. Llenaríamos varias páginas con sólo nombrar a cuantos bebieron el cáliz del martirio durante el siglo IV. Zaragoza, Ávila, Gerona, Barcelona, Lisboa, Córdoba, Huesca, Burgos, León, Mérida, Mataró; todas las ciudades españolas ostentan en sus coronas gloriosas el florón de un mártir.
Colibre —la antigua Cancolíberis, de la diócesis de Perpiñán— tiene también el suyo: se llama Vicente.
No conocemos la vida de este invicto campeón de la Iglesia de España. Conocemos, en cambio, los pormenores de su triunfo, de su muerte —un bello morir honra toda una vida—, que es el canto magnánimo del heroísmo en función de la fe, el lauro de la mejor victoria, el gesto abierto de un pueblo que muere cantando. La calenda de su martirio conserva un verismo palpitante.
Aquí están las Actas Martiriales:
Vicente ha sido denunciado como cristiano distinguido y de mucho predicamento. Daciano —el feroz Presidente de las provincias Tarraconense, Bética y Lusitania— le ordena comparecer ante su tribunal.
Entra el Confesor.
—Te he mandado llamar para que sacrifiques. Lo ordenan los emperadores.
— Obedezco a la ley de Jesucristo. ¿Es un delito servir a Dios?
— Mira: para tu bien te lo digo. Obra cuerdamente; ofrece sacrificios a nuestros dioses y abraza la religión oficial. Si tales haces, puedes contar desde ahora con nosotros. Considera a la luz de la razón qué es lo que más te interesa, lo que mejor dice con tu distinción y reconocido talento.
Y Prosigue en tono efectista:
— Vamos, no seas necio: te va en ello la vida. No quieras provocar nuestra justa indignación. Reflexiona ahora; mañana será tarde...
Vicente ha escuchado la burda perorata en ademán desdeñoso. Al fin, toma la voz, para replicar virilmente, con noble agresividad:
—Un tesoro tengo en' este mundo:
Jesucristo; y un ideal: morir por Él. Ya lo sabes: si quieres complacerme, afila la espada. Soy cristiano y lo he sido siempre. Mil vidas que tuviera serían pocas para ofrendarlas a Aquel que dio la suya por mí...
El Presidente no le dejó terminar:
—Ea, castigad a este cínico como se merece — grita con vesania.
¿Para qué más? Los verdugos, cebados en sangre cristiana, se apoderan violentamente del Mártir y empiezan a abofetearle con saña. Luego, para mayor mofa —para que se parezca más a su Divino Maestro, diríamos nosotros—, le despojan de sus ropas y lo exponen desnudo a las lúbricas miradas de la chusma, mientras desgarran sus carnes con uñas de hierro.
Vicente cae al suelo extenuado. Está chorreando sangre por todas partes.
El Presidente, con torpe criterio, cree que su triunfo es ahora fácil:
— ¿Ves? —dice al mártir—. ¿Quién te librará de mi enojo? Sacrifica de una vez, si quieres que los dioses te sean propicios; de lo contrario, serás en breve pasto de las fieras. Además, ¿no consideras afrentoso para una persona de tu calidad estar expuesto desnudo a las miradas del populacho?
— ¿Qué es lo que dices? ¿Avergonzarme de mi desnudez? — responde tesonero Vicente—. Tengo a gala sufrir por Cristo, y esta afrenta que me asemeja tanto a Él, me colma de alegría. Mis blasones son estas- heridas, que presentaré al Señor como trofeo de victoria. Daciano estaba hecho un basilisco: —Que le coloquen en el ecúleo y le desencajen los huesos; que le levanten con poleas y le dejen caer una y otra vez sobre agudas piedras; que le echen luego a una sentina, hasta que pierda la vida como un miserable.
La orden se cumple con cruel exactitud; pero Dios sale por los fueros de su Siervo —al fin, sus fueros— y lo cura milagrosamente. Daciano queda estupefacto; más, cerrado a la gracia, grita y gesticula a la loquesca:
— ¡Insensato! ¿Piensas escapar de mis manos? No, no te valdrán tus mañas mágicas, Sabe que, si estás con vida, a la bondad de nuestros dioses lo debes.
Vicente, firme hasta la muerte, responde con esta maravillosa profesión de fe, digna de tan gloriosa causa:
— ¡Oh, Daciano!, ignoro los artificios de la magia, y por lo que toca a vuestros ídolos, líbreme, Dios de reconocerlos como autores de mi curación. Mi único Dueño y Señor es Jesucristo, Dios y hombre verdadero, el cual bajó del cielo a salvarnos y se encamó en las purísimas entrañas de María Virgen, por obra del Espíritu Santo. Ese mismo Señor es quien se ha dignado enviar un rayo de su lumbre divina hasta el fondo de mi estrecha cárcel, para disipar las tinieblas de mi entendimiento. Por ella quedé curado y de ella sacaré nuevas fuerzas para padecer mayores tormentos.
Estamos en la apoteosis del triunfo. El Presidente, frenético, ha mandado arrojarle a una hoguera. Las llamas respetan el cuerpo del Mártir, que queda intacto; pero su alma vuela al cielo el 19 de abril del año 303, en el alba sangrienta de la paz constantiniana.