20 DE ABRIL
SANTA INÉS DE MONTEPULCIAN
DOMINICA (1274-1317)
LOS milagros enmarcan la vida de Santa Inés de Montepulciano: al entrar en el mundo, un claror celestial —alba de santidad—, alumbra la estancia natalicia; al salir de él, se despiertan súbitamente todos los niños de la localidad y gritan alborozados, agitando sus manecitas:
— ¡Sor Inés ha muerto! ¡Sor Inés está en el cielo!...
Milagrosa canonización, que Su Santidad Benedicto XIII ratificará solemnemente en San Pedro de Roma, el 10 de diciembre de 1726.
Verdaderamente, no sabe uno qué admirar más: si este cuadro maravilloso pintado por el Cielo o la maravilla de la vida de Santa Inés; porque esta niña, nacida con el contraste de santa, sobrepuja las esperanzas de sus piadosos progenitores y no defrauda las de Dios.
En el pueblecito toscano de Gracciano Vecchio —donde naciera— pasa los primeros años, aspirando el hálito santo del hogar cristiano. La oración polariza todos los anhelos de su corazón intacto en los días risueños de la niñez. Los biógrafos nos la presenten como una contemplativa precoz: allá en un rinconcito del jardín de su casa —casa de abolengo—, rezando una y mil veces el Padrenuestro y el Avemaría, con la mirada, dulce y soñadora, fija en el azul de Dios...
Un día caminaba hacia Montepulciano. Tenía nueve años. Al pasar junto a una casa de mala vida, vino a revolar sobre su cabeza una bandada de cuervos, que graznaban ruidosamente y abrían sus negros picos como para asustar a la inocente niña. No le hicieron mal; pero el demonio de la impureza manifestó por medio de aquellos avechuchos cuán odiosa le era allí su presencia.
Tras este extraño suceso entró en un convento de monjas Saquinas, y a los quince años ingresó definitivamente en la sagrada Orden de Santo Domingo.
Y su vida se perdió para siempre en el océano inmenso del amor de Dios...
A los dieciocho años de edad Inés es abadesa del monasterio de Proceno.
— ¿Cómo tal?
Divinamente fácil: se le ha aparecido la Virgen María y le ha dicho, entregándole tres alcorcíes celestes:
—Hija mía, Inés: deseo que edifiques un templo y un convento en mi honor, y. los dediques a la Santísima Trinidad, simbolizada en estas joyas.
El monasterio surge como por encanto, con la ayuda de Dios. Y el papa Nicolás IV confiere a la Santa la dignidad abacial. Más que abadesa, Inés es él; «ángel del convento». Víctima generosa en el ara de todos los sacrificios, se da sin reservas a los deberes de su cargo, violentando su profunda inclinación a la vida contemplativa. Cuando ha de interrumpir la oración, para atender a los negocios, no lo hace sin derramar lágrimas; pero no vacila en abandonarla, convencida de que «la virtud más eminente, es hacer, sencillamente, lo que tenemos que hacer». Mas, en cuanto el deber se lo permite, no corre el ciervo sediento a la corriente de las aguas con más ardor que ella a esconderse en Dios.
Inés, a pesar de su juventud, es modelo acabado de todas las virtudes. Parece imposible que el sexo débil pueda sobrellevar tal austeridad de Vida: soledad absoluta, sueño corto, ayuno largo, clausura completa. Practica el bien con toda la angelical dulzura de su alma; y las monjas no aciertan a volver de su asombro, sino viendo en ella lo que en realidad es: un milagro perenne del Cielo.
En efecto: Dios aureola su vida de prodigios. Donde Inés se arrodilla, florecen rosas perfumadas, violetas humildes, azucenas purísimas..., cual si fueran las místicas rosas de su alma virginal. También la «Flor de las flores» —como llama a María Alfonso el Sabio— florece en su camino blanco; y, cuando la visita, le deja en el regazo al Niño Jesús, Rosal divino de toda santidad.
Pasan quince años. Ahora son los habitantes de Montepulciano los que demandan la fundación de un convento en su Ciudad. Al principio, la Santa se resiste a condescender con sus paisanos; pero una triple aparición «de San Agustín, San Francisco y Santo Domingo», le manifiesta terminantemente la voluntad divina. Y, al igual que en Proceno, surge este otro monasterio, en el mismo sitio que ocupara la antigua casa de pecado, donde se le apareciera el demonio cuando niña.
En Montepulciano, la misma atmósfera de milagro.
Un domingo, al alba, va a rezar al jardín y se queda arrobada en éxtasis hasta la tarde. Ha pasado la hora de la Comunión. ¿Qué hacer? Aquel día comulga de manos de un serafín. Otra vez se le aparece un ángel y, tomándola de la mano, la lleva junto a un olivo del huerto. Allí, presentándole una copa de hiel, le dice:
—Bebe, santa Esposa de Cristo; bebe, que también Él bebió por ti el cáliz de su Pasión.
Inés comprende: el sufrimiento vendrá a purificar su alma y a levantarla las cumbres más altas del amor... A poco, enferma. El calvario dura meses; pero la Santa apura con fruición heroica la copa del dolor. Los médicos le prescriben baños, y ella obedece, a pesar de que tiene muy poca esperanza en los remedios humanos. En el balneario sana a muchos enfermos y hace surgir una fuente de aguas milagrosas; más ella vuelve a Montepulciano sin haber experimentado el menor alivio.
Su alma —flor para el cielo nacida— voló a Dios el día 20 de abril de 1317, dejando en la tierra la mística flor de su ejemplo.