25 DE ABRIL
SAN MARCOS
EVANGELISTA (+68)
¡SAN Marcos de Venecia! ¿Quién no ha oído hablar con encomio de esta maravillosa Basílica, «museo del arte bizantino»? Se la llama la domus áurea de Salomón, y no es excesivo el elogio. Casa de oro y de jaspe y de pórfido y de mosaicos magníficos y de piedras preciosas y de mármoles rarísimos, es un incomparable poema plástico —restos de mil templos paganos—, hijo legítimo del arte y de la fe. Dentro, brilla el cancel del altar con sus graciosas columnas, los balaustres policromos, las lámparas antiguas, las ojivas gozosas de sol, y deslumbran el oro y los esmaltes en torno al Palladium venerado. Fuera, la monumentalidad indescriptible del conjunto y las cinco cúpulas brillantes, altas, airosas, reflejándose mansamente —como cinco góndolas— en el hechizo de las lagunas, bajo el ensueño de esta divina leyenda: «Pax tibi, Marce, Evangelista mi!: ¡Paz a ti, Marcos, mi Evangelista!»
Si habláramos a lo humano, diríamos que San Marcos —uno de los cuatro heraldos del trono de Dios— es un santo con suerte. La paz para el cielo que Cristo le promete en trance de martirio, tiene también en la tierra una realidad espléndida, un símbolo radiante, que es esta incomparable Basílica veneciana. Aquí, su cuerpo —triplemente coronado con las aureolas de Apóstol, Evangelista y Mártir— duerme el dulce sueño de una paz temporal venerada, cifra de eterna beatitud.
Pero veamos cómo la joya es digna de tal relicario.
Para nosotros —mejor dicho, para la historia— la vida de este santo Evangelista comienza con su apostolado. Su nombre aparece por primera vez en los Sagrados Libros —Hechos, XII, 12-16— hacia el año 42, con motivo de la liberación milagrosa de San Pedro. Dice el texto, que el Príncipe de los Apóstoles, rescatado de la cárcel por un ángel, «se encamina a casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde muchos hermanos se hallan congregados en oración». Sin duda, no es la vez primera que Pedro llama a estas puertas amigas. La casa de María le ha sido siempre particularmente querida y adicta. Nada tiene, pues, de extraño que, al marchar, se lleve consigo al joven Juan Marcos, para hacerle su secretario y confidente.
Propagandista fervoroso del Evangelio, Marcos inicia su ministerio al lado de Pablo y Bernabé. Bernabé es primo hermano suyo. Parece que empieza con auspicios favorables. Misiona primero en Chipre en calidad de coadjutor, y luego pasa al Asia Menor en compañía de tan buenos maestros. Sin embarga, en Perga de Panfilia le vemos abandonarlos inesperadamente y volverse a Jerusalén, sin que sepamos la razón de esta conducta. Acaso por disparidad de criterio: él, joven, inexperto, sin una formación sólida, y judío, a la postre, no acaba de comprender el espíritu amplio y universalista que caracteriza al Apóstol de las Gentes. Pablo prueba poco después su resentimiento personal, al no querer avenirse a emprender juntos una nueva campaña apostólica. Entonces Bernabé le deja también y se parte para Chipre con Marcos. Providenciales divergencias que, redundando en pro del Evangelio, no impiden que vuelvan a unirse en entrañable y santa amistad, como lo demuestran las palabras que, diez años más tarde —hacia el 62— escribe San Pablo desde Roma al dilecto Timoteo: «Trae contigo a Marcos, pues lo necesito para el ministerio evangélico». Luego dirá de él, que es «el hombre siempre útil en vista del ministerio».
Estos diez años de ausencia —no de separación— son los más oscuros para el historiador, pero de marcada transcendencia en la vida del Evangelista. Los pasa cabe el Príncipe de los Apóstoles. ¿Qué mejor director espiritual? San Pedro llega a encariñarse tanto con su buen discípulo, que le da el dulce y honroso nombre de hijo: «Marcus, filius meus: mi hijo Marcos» —I Pedro, V, 13—. A falta de testimonios escriturarios, la antigua tradición patrística nos lo muestra interviniendo íntimamente en el apostolado de San Pedro, sirviéndole como de intérprete y secretario.
Un día, al discípulo se le ocurre una idea peregrina: plasmar por escrito un memorial de las predicaciones de su Maestro. Éste secunda la iniciativa, y nace el segundo Evangelio, tan fiel y exacto, que se le llama «el Evangelio de San Pedro». Su tesis, sencilla, consiste en demostrar la divinidad de Cristo. La narración es fluida; el detalle, pintoresco; el estilo, breve y sólido; la elocuencia, áspera. Marcos es un compendiador, o, como dice muy bien Bossuet, «el más divino de los compendiadores».
Y estamos ya en el año 67. Pedro acaba de morir en Roma. El caro discípulo ha de volar con sus propias alas. Y vuela lejos: Aquilea, Pentápolis, Bajo Egipto, Cirene... Algunos sitios le son conocidos. De Alejandría —emporio helenista e intelectual —, hace un centro pujante de cristianismo, hasta compartir con Roma y Antioquía el honor del Patriarcado. A él le toca sembrar, pero esta semilla regada con sangre florecerá en la docta escuela cristiana del Didascáleo — siglo II— y en los anacoretas de la Tebaida...
Apóstol y Evangelista, sólo le falta a Marcos la corona de Mártir. Cristo se la concede también, probablemente el 14 de abril del año 68. En el trance supremo le conforta el Señor: Pax tibi, Marce, Evangelista mi!
Marcos responde: ¡Oh, Señor! Y abre sus ojos a la Luz Increada...