lunes, 28 de abril de 2025

29 DE ABRIL. SAN PEDRO DE VERÓNA, MÁRTIR (1206-1252)

 


29 DE ABRIL

SAN PEDRO DE VERÓNA

MÁRTIR (1206-1252)

LA divisa de Pedro de Verona a lo largo de toda su vida, han sido estas palabras del Símbolo: Creo en Dios Padre todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra...

Es el día 5 de abril de 1252. El dominico Fray Pedro camina de Como a Milán. Va solo, tranquilo, rezando el Salterio. Pero los herejes han rubricado ya su sentencia de muerte... Poco antes de llegar a la aldea de Bardajina, un sicario se arroja sobre él fieramente —como en el malogrado cuadro de Tiaziano— y lo derriba de un hachazo en la cabeza. El Santo, a punto de expirar, moja un dedo en su propia sangre y escribe en la tierra esta sola palabra: CREO. Y muere, mártir de la Fe.

Este gesto magnánimo define la trayectoria de San Pedro de Verona; tan primorosamente dibujada por su insigne hermano de Orden, Fray Tomás de Aquino, en este epitafio: «El pregón, la lámpara, el atleta de Cristo, del pueblo y de la Fe, aquí calla, aquí se esconde, aquí yace inicuamente inmolado; voz dulce para las ovejas, luz amable para las almas, espada del Verbo, cayó al golpe malvado del puñal». Esta es, en síntesis, la admirable historia que hoy pretendemos reseñar.

¿Como pensar que en un hogar herético pueda florecer un Santo? Para Dios todos los caminos son rectos. Y así como hace brotar las rosas de las espinas y el agua de la peña y el fuego del pedernal, así permite que, de unos padres maniqueos, florezca Pedro en la célebre ciudad de Verona —Italia— para ser rosa y agua y fuego a la vez: rosa de santidad, agua de ternura y fuego de entereza y de martirio.

En Verona, a pesar de que el error ha hecho notables progresos, no hay todavía escuela herética. Los padres de Pedro se ven en la necesidad —en la providencial necesidad— de enviar al muchacho a la de un católico. Cierto día, al volver a casa, le pregunta su tío, maniqueo fanático:

—Dime, Pedro, ¿qué te han enseñado hoy en la escuela?

—Me han enseñado el Símbolo. ¿Lo sabes tú?

Y sin esperar contestación, ni parar mientes en el ceño hostil del tío, le razona con ardor y maestría impropios de su edad todos los artículos de nuestro Credo. El viejo le escucha entre curioso y preocupado, pensando, acaso, para sus adentros: hemos perdido a este muchacho. Pero lo cierto no es que ellos lo hayan perdido, sino que Dios lo ha ganado, encendiéndole en el alma, virgen todavía, la llama de una fe excepcional. De este modo empieza a dar cuenta de sí el que está destinado a ser pregón de la verdad y defensor acérrimo de la causa de Dios...

Vistas las raras prendas que concurren en Pedro y con miras, sobre todo, a apartarle del Catolicismo, se le envía a estudiar a Bolonia. En la célebre Universidad también encuentra a Dios. El joven pasa por las aulas, no sólo sin mengua de su fe ni de su vida sin mácula, sino con admiración de todos por su inteligencia clarividente y el enorme caudal de sus generosos sentimientos. Próximo ya a cerrar sus estudios, tropieza providencialmente con Santo Domingo de Guzmán e ingresa en la Orden de Predicadores. La verdad es que este hábito blanco y negro doblemente simbólico —humildad y pureza — le ha cautivado. Y, sin embargo, precisamente estas dos virtudes van a ser la causa del mayor tormento de su vida, pese a su fama de santo.

Malas lenguas, movidas sin duda por el demonio, propalaron con escándalo, haber oído voces femeninas en la celda de Fray Pedro. Y era cierto: las voces de Santas Inés, Cecilia y Catalina. Mas, como la humildad no le dejó revelar el favor celestial, se vio obligado a sufrir reclusión en el convento de Esi. Allí calla y espera hasta que se hace la luz y su inocencia brilla esplendorosa a los ojos miopes de los hombres.

Pasada esta nube gris, su vida se encauza definitivamente. Toda ella es un constante anhelo de lucha contra las herejías que infestan Italia: Valdenses, Albigenses, Pobres de Lyón, Cátaros y Patarinos; sobre todo la de los Patarinos, que es la que él conoce mejor.

En 1244 entra en Florencia al frente de sus laudesi, cohorte que le sigue cantando himnos a la Virgen y a la Eucaristía. Para ganar tiempo, tiende inmediatamente sus energías hacia hechos positivos. Sus acentos son siempre de signo fecundo. Siguiendo el consejo del Apóstol, «predica la palabra divina, insiste, reprende, ruega, amonesta; vela por la pureza de la fe, trabaja en todo, hace obras de evangelista, cumple con su ministerio». Su palabra densa, recia, fecunda, no desdeña tomar el aire humilde de la catequesis; pero, especialmente, se emplea en convertir herejes, en deshacer sofismas y supersticiones. Para su celo no hay distancias: tan pronto se le ve en la Marca de Ancona, como en la Romaña; lo mismo en Bolonia, que, en Milán, que en Ravena, que en Venecia, que en Como. Junta a su inagotable caridad la más severa dialéctica, y a la fuerza de sus palabras, la de los más grandes milagros. Gregorio IX le nombra Inquisidor. Pedro no enciende hogueras; pero los Patarinos, que temen más su palabra que la hora inquisitorial, decretan su muerte. Él sigue luchando, y, cuando víctima del odio a su Fe, cae su hermosa vida, segada en flor, recoge el último aliento para protestar heroicamente: Creo en Dios.

¡Qué lección de fe y de fortaleza para estos tiempos de claudicaciones!