miércoles, 16 de abril de 2025

17 DE ABRIL. SAN ROBERTO, ABAD (+1067)

 


17 DE ABRIL

SAN ROBERTO

ABAD (+1067)

SAN Roberto florece en Brioude —Francia—, Florece en una escuela de santidad, cuyo maestro es su propio padre, San Geraldo, Conde de Aurillac. Dos circunstancias —con visos de sobrenaturales— señalan su glorioso destino desde la cuna: el nacimiento fortuito en un bosque y el hecho de que, al poner el Conde una espada en la manecita del recién nacido, para definir la línea de su existencia, la deje éste caer al suelo y se rompa. Fiel presagio: Roberto será siempre un hombre de natural pacífico, enamorado del silencio. Nada de espadas ni de títulos nobiliarios. De su linajuda familia sólo heredará un blasón: la virtud, y un título: el de santo.

Nada enseña mejor que el ejemplo de los padres. Por eso en la mente de Roberto se perfila claro desde el principio un ideal de santidad; por eso la brújula de su vida señala desde luego el norte radiante del bien; por eso Dios —tan nuestro en la Eucaristía— es su estrella polar indefectible... Podría brillar en la Corte, ganar batallas como sus progenitores; pero prefiere el brillo de la virtud, las batallas de la caridad y del apostolado. Además, piensa ser sacerdote, esto es: hombre que lucha abiertamente contra los peores enemigos: el demonio, el mundo y la carne.

Sus sueños se realizan en breve. Tras cursar con brillantez los estudios eclesiásticos en Brioude, recibe órdenes Sagrados, y en seguida es nombrado canónigo y tesorero de la catedral. El nuevo régimen de vida favorece notablemente sus generosos planes de misericordia. Muy pronto, sin embargo, se convence de que él no ha nacido para estar en medio del mundo. Esta natural inclinación a la soledad llega a trocarse en auténtica pasión; y, un día, inesperadamente, renuncia a un porvenir tentador, para buscar a Dios en la paz de una celda monacal, en la abadía de Cluny.

Sus paisanos se enteraron y lo llevaron en triunfo a Brioude. Había sido, sin duda, una estratagema de la Providencia, que iba a mostrarle su verdadero camino de una manera extraña.

Cierta vez, al bajar del púlpito, le aborda un soldado desconocido y le dice sin más preámbulos:

— Padre, ¿quiere indicarme la mejor forma de reparar mi mala vida?

— Mira —responde el siervo de Dios— si es recta tu intención, abandona la milicia terrena y alístate bajo la bandera de Cristo. Hazte religioso.

—No me desagrada la idea —responde irónico el soldado— pero, si su Reverencia me acompañase...

Esta salida tan inesperada fue la luz que le iluminó. Pensando que acaso el Señor se valía de este medio para manifestarle su divina voluntad, exclamó con tono alegre y resuelto:

—Sí, iré contigo; nos haremos monjes los dos.

Dicho y hecho. Al día siguiente, dejaron la algazara del mundo y se internaron en un bosque enmarañado, con ese ímpetu que da a las almas contemplativas el amor a la soledad, el deseo de dialogar a solas con Dios.

Sigamos a los santos exploradores.

Están a veinticinco kilómetros de Brioude. Dan vueltas de una parte a otra, examinan, tantean, proyectan. Al fin, se deciden por un lugar. Talan algunos árboles, construyen una cabaña de madera y en ella se instalan. La vida es dura al amparo del boscaje: se reza mucho, se come poco, se trabaja de sol a sol, pero la bendición de Dios desciende visiblemente sobre la soledad. Al buen olor de la virtud, el fragoso monte empieza a llenarse de vida. Los postulantes afluyen de todas partes: de los palacios, de las Universidades, de los campos. Y donde sólo había algunos dólmenes y menhires, surge la celebérrima abadía de Casa Dei —Casa de Dios—, por obra y arte de estos monjes heroicos que «se empeñan en ganar el cielo embelleciendo la tierra».

El papa León IX ratificó todo lo hecho y nombró a Roberto abad del monasterio. El Cielo se puso también de su parte y en sus manos floreció el milagro caritativo en favor de cuantos con él observaban la Regla de San Benito.

En cierta ocasión, al empezar el santo sacrificio, su compañero le advierte que se han terminado las provisiones. «Ahora ayude a misa, hermano —replica Roberto—; Dios proveerá». Aún no han llegado al Prefacio, cuando un águila pasa sobre el templo, dejando caer un enorme pez.

Otra vez, estando el Santo sumergido en subida contemplación, se le aparece la Virgen y le entrega un bastón de marfil fabricado en el cielo. Es la confirmación divina de que su obra agrada a Dios, de que su misión en este mundo está ya cumplida. Este bastón celeste será en adelante su báculo abacial.

«Moriré el tercer día después de la Octava de Pascua» —había dicho muchas veces a sus discípulos—. Y así sucedió. Sus últimas palabras fueron esta bella plegaria, mansa como toda su vida: «¡Oh, Jesús, mi Señor! Tú me entregaste este báculo, símbolo de la autoridad que indignamente represento. A Vos y a vuestra Madre Santísima lo devuelvo en esta hora suprema, para que seáis en el porvenir Dueños y Superiores de este Monasterio. Guardadlo siempre de mal». El 17 de abril del año 1067 Roberto florecía en el cielo... Un monje vio remontarse a las alturas el alma del bienaventurado Abad en forma de globo de fuego.

Su obra floreció prodigiosamente, llegando a contar cerca de trescientos monasterios en Francia, Italia y España; entre ellos el de San Juan de Burgos.