03 DE JULIO
SAN BERNARDINO REALINO
JESUITA (1530-1618)
LA vocación religiosa no se manifiesta siempre con la espontaneidad de los primeros impulsos. Con frecuencia Dios permite que sus elegidos orienten la vida hacia otros rumbos, y aun les deja prosperar en ellos, hasta que, aquistada la cumbre, advierten que el camino se ha concluido, pero que el ideal soñado está muy lejos todavía. Entonces el alma reflexiona y, desde la atalaya íntima, descubre insospechados horizontes, ocultos tras el primer plano de las preocupaciones humanas. Tal es la historia de Bernardino Realino, el santo Apóstol de Lecce.
Primogénito de un gentilhombre al servicio de las Cortes de la Italia septentrional, nace destinado a brillar en el gran mundo —Carpi, primero de diciembre de 1530—. La primera educación de Bernardino es obra casi exclusiva de su madre, cuyo sabio gobierno y ejemplar conducta despiertan en el alma del niño las virtudes que darán nervio y carácter a su vida. Doña Isabel Bellentani va a ser para Bernardino lo que Mónica para Agustín: un ángel tutelar en la peligrosa crisis de su inquieta juventud, tan llena de alternativas...
Llega el momento de iniciar la carrera. El joven se lanza con espíritu abierto y ardiente a la vida estudiantil, pasando de una Universidad a otra, dedicándose siempre con el mismo brío y éxito feliz a la Medicina y a las Letras, a la Filosofía y al Derecho. Pero, alegre estudiante en los Círculos escolares de Módena es también compañero de sus ruidosas diversiones. «¿A dónde va este hijo mío?» —se pregunta alarmada doña Isabel.
Las oraciones y lágrimas de la madre buena preparan poco a poco la vuelta definitiva del hijo pródigo. El freno de su profunda fe religiosa le detiene al borde del abismo. Y un honesto amor —el de Glorinda— cultivado en el secreto de su corazón, le guarda, le estimula en los estudios y le conduce a la Jurisprudencia. Aún se conserva en Roma el magnífico lauro conquistado por Bernardino Realino, «Doctor en ambos Derechos». La data es: Universidad de Bolonia, 3 de junio de 1556.
Don Francisco, su padre —que sirve ahora al cardenal Madruzzo, gobernador de Milán— llama a su lado al flamante Doctor. Méritos y recomendaciones se aúnan para promoverle a los más altos cargos: alcalde de Felizzano, abogado fiscal de Alejandría de Piamonte, alcalde de Cassino, gobernador de Castel-Leone, oidor y lugarteniente general del Marqués de Pescara en el reino de Nápoles. Proscrito por el juicio riguroso de su Príncipe, se le acoge y se le desea en todas partes. Con todo, este hecho deja en su alma un resabio de amargo desengaño. Y Dios aprovecha este momento crítico para insinuarle la invitación: «Si quieres ser perfecto...». Tan apremiante es la voz celestial que, aunque ante sus ojos se abre de nuevo el camino brillante de la magistratura, Bernardino, iluminado por su propia experiencia sobre la inestabilidad de los bienes y favores del mundo, decide abandonarlos y consagrarse a Dios sin reservas. El providencial encuentro con dos jóvenes religiosos de la recién fundada Compañía de Jesús, impresionándole vivamente, viene a dar concreción a sus anhelos. Una aparición de la Santísima Virgen le ratifica en su propósito y le allana las primeras dificultades. Y, tras maduro examen y larga probación, el Padre Alfonso Salmerón —compañero de San Ignacio y famosísimo teólogo— lo recibe en el Noviciado de Nápoles, el 13 de octubre de 1564. Tres años más tarde, ya ordenado sacerdote, San Francisco de Borja le nombra Maestro de Novicios.
Bernardino acarició la idea de marcharse a las misiones; pero Dios le reservaba un escenario más humilde. Sus misiones, sus Indias, no van a ser otras que la cercana ciudad de Lecce. Allí, en el retiro obscuro de su confesionario y de su cuarto, donde le. retienen hasta la última vejez la obediencia y la caridad, le señala la Providencia la cátedra de su misión. Y IO mantiene en ella a fuerza de milagros.
Con el ministerio de los eclesiásticos, de los nobles, de los artesanos y estudiantes de sus Congregaciones Marianas, Bernardino Realino, sin moverse de su sitio —en la inmovilidad paciente del confesor, del director de conciencias, del consolador—, llega a todas las almas y renueva completamente el aspecto religioso de la Ciudad. Porque, si el ardor en promover la gloria de Dios es llama que ilumina la fuente de sus mejores energías, el milagro es el sello divino de todas sus obras.
Así, el vino que da a los pobres nunca disminuye, lee en el fondo de los corazones, cura a los enfermos del cuerpo y del alma, y posee el don de profecía y es —he aquí lo más admirable— un prodigio de humildad.
Una noche de Navidad se le aparece el Divino Niño. «¿Dónde quieres ponerme»? —le pregunta al Santo—. Bernardino desabrocha el hábito y, señalando con la mano el corazón, responde sencillamente: «Aquí».
«Ya ha empezado el Año Nuevo —dice a principios de 1618— pero yo me voy».
La muerte vendrá a llevárselo el 2 de julio, ungido por la veneración de su patria adoptiva que, estando aún en este mundo, le escogiera por celestial Patrono.
Bernardino Realino ha sido canonizado por Pío XII en 1947.