domingo, 19 de junio de 2022

HE AHÍ A ÉL MISMO. SAN JUAN CRISÓSTOMO

 


Sermón de S. Juan Crisóstomo.

Hom. 60 al pueblo de Antioquía.

Puesto que el Verbo dijo: “Este es mi cuerpo”, aceptemos sus palabras, creamos en ellas y contemplémosle con los ojos del espíritu. Porque Jesucristo no nos dio nada sensible, sino que, bajo cosas sensibles, nos lo dio todo a entender. Lo mismo hay que decir del bautismo, en el cual, por una cosa enteramente sensible, el agua, se nos confiere el don; espiritual es la cosa realizada, a saber, la regeneración y la renovación. Si no tuvieras cuerpo, nada corporal habría en los dones que Dios te hace; mas porque el alma está unida al cuerpo, te da lo espiritual por medio de lo sensible. ¡Cuántos hay actualmente que dicen: Quisiera verlo a Él mismo, su rostro, su vestido, su calzado! Pues bien le ves, le tocas, le comes. Deseas ver su vestido; mas helo ahí a Él mismo, permitiéndote, no solamente verle sino también tocarle, comerle y recibirle dentro de ti mismo.

Nadie, pues, se acerque con repugnancia o con indiferencia; lléguense todos a Él ardiendo en amor, llenos de fervor y de celo. Si los judíos comían de pie el cordero pascual, calzados, empuñando el bastón con presura, ¡con cuánta mayor razón debes practicar aquí la vigilancia! Los judíos estaban entonces a punto de pasar de Egipto a Palestina; por ello, adoptaban la actitud de viajeros. Pero tú debes emigrar al cielo; por lo cual debes velar siempre, pensando cuán grande es el suplicio que amenaza a los que reciben indignamente el cuerpo del Señor. Piensa en tu propia indignación contra el que traicionó y los que crucificaron al Salvador; procura, pues, por tu parte, no hacerte reo del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Aquellos desventurados dieron la muerte al santísimo cuerpo del Señor, y tú lo recibes con el alma impura, después de tantos beneficios como te ha otorgado. No contento con hacerse hombre, con verse abofeteado, crucificado, el Hijo de Dios quiso además unirse a nosotros, de tal suerte que nos convertimos en un mismo cuerpo con Él, no solamente por la fe, sino efectivamente y en realidad.

¿Quién, pues, debe ser más puro que el participante de semejante sacrificio? ¿Qué rayo de sol no deberá ceder en esplendor a la mano que distribuye esta carne, a la boca que se llena de ese fuego espiritual, a la lengua que se enrojece con esa terrible sangre? Piensa en el gran honor que recibes y en la mesa de que participas. Aquello que los ángeles miran con temblor, aquello cuyo radiante esplendor no pueden resistir, lo convertimos en alimento nuestro, nos unimos a ello, y llegamos a formar con Jesucristo un solo cuerpo y una sola carne. ¿Quién podrá contar las obras del poder del Señor, ni pregonar todas sus alabanzas? ¿Qué pastor dio jamás su sangre para alimentar a sus ovejas? ¿Qué digo, un pastor? Hay muchas madres que entregan a nodrizas extrañas los hijos que acaban de dar al mundo; pero Jesucristo no procede así; nos alimenta por sí mismo con su propia sangre, nos incorpora absolutamente a Él.