Homilía. 13 de junio de 2019
Convento de la TOR, Toledo
Convento de la TOR, Toledo
“¿Qué salisteis a ver en el desierto?
¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué salisteis a ver, si no?
¿Un hombre elegantemente vestido?
¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta.”
Con estas palabras, Nuestro Señor Jesucristo da
testimonio ante los judíos sobre Juan Bautista, que ya se encontraba
encarcelado por Herodes. Afirma de él, su condición de Precursor y, al mismo
tiempo, de forma implícita, declara ante todos su propia identidad: Yo soy el
Cristo a quien Juan señaló como el Cordero que quita el pecado del mundo.
En esta tarde, mis queridos hermanos, os pregunto, yo también:
¿A qué habéis venido a esta iglesia?
¿Qué venís a ver?
¿Qué es lo que aquí acontece? ¿Qué es lo que celebramos?
Y todos sabemos que venimos a celebrar la fiesta de
san Antonio de Padua, patrono y titular de este convento e iglesia de las
Madres de Tercera Orden Regular de san Francisco en nuestra ciudad de Toledo.
Vuestra devoción al santo y vuestro cariño por la
comunidad de hermanas de este monasterio, os trae hasta aquí.
Estoy seguro que si pregunto a cada uno de los que
estáis presentes, todos sabrías decir algo sobre la vida de san Antonio: su
lugar de nacimiento en la ciudad de Lisboa en torno al año 1200, su formación
humanística y teológica, su primera vocación a la vida de canónigo regular de
san Agustín, su deseo de hacerse mártir y de una vida más exigente, el hecho de
entrar en orden franciscana, su viaje a Marruecos para morir mártir y su
naufragio que le hace llegar a Italia, su encuentro con san San Francisco, su
participación en el capítulo general de la orden llamado de las “Esteras”…
Sin duda alguna, destacarías su labor como maestro de
Teología y sobre todo su gran labor como predicador del Evangelio por toda Francia
para corregir la herejía de los cátaros. Un don singular de la predicación con
la que Dios adornó a san Antonio para mover las almas a la conversión.
Predicación del santo ante la cual se arrodillan las mulas y los peces del mar
muestran sus cabezas a las superficie para oír a este heraldo infatigable de la
palabra de Dios… Don singular que ha quedado manifiesto en la incorrupción de
su lengua y ante el cual el gran san Buenaventura exclamó: "Oh lengua
bendita, que siempre has bendecido al Señor y has hecho que otros lo bendigan,
ahora queda manifiesto cuántos méritos has adquirido ante Dios"
Y creo que, sin duda alguna, todos los aquí presente
daríais testimonio de su poder de intercesión para obtener gracias del cielo.
¿Quién ha invocado a san Antonio y no ha recibido lo que pedía? ¿Quién habiendo perdido alguna cosa, no se
acuerda de san Antonio, y le reza el responso y le ofrece una limosna para sus
pobres y no encuentra rápidamente lo que había extraviado?
Su poder de intercesión ante estos problemas tan
cotidianos de la vida, hace que la devoción a san Antonio esté extendida por la
iglesia universal. Rara es la iglesia católica en la que no haya imagen del
santo.
Fueron los milagros en vida y los milagros que
acontecieron tras su muerte lo que hicieron que el Papa Gregorio IX, tan solo
un año después de su muerte, lo elevase a la gloria de los altares y permitiese
el culto a tan gran santo.
Pero nuevamente os pregunto,
¿Qué hemos venido a hacer en esta tarde a esta iglesia?
¿Quién es san Antonio? ¿Qué debemos ver en él?
Siempre la iglesia ha rendido culto a los santos. La
devoción a los santos es signo claro de la fe católica. El mismo Jesucristo
dice de san Juan Bautista que “no hay
nadie mayor entre los nacidos de mujer”. En las primeras comunidades cristianas
se dio culto a los apóstoles y al resto de los mártires que con su sangre
testimoniaron su fe en Jesucristo.
En los santos, hombres y mujeres redimidos por la
sangre de Cristo, de toda raza, lengua, pueblo y nación, de todos los tiempos y
de todas las condiciones, la iglesia contempla y venera a Dios que obra la
santidad en sus siervos. Solo Dios es el que nos santifica y nos hace santos.
Parafraseando al apóstol san Pablo, podemos decir que
la santidad no algo que nosotros podemos apuntarnos como cosa nuestra, la
santidad viene de Dios. ÉL es quien nos capacita, él es quien realiza en
nosotros la obra de la santidad.
Pero muchas veces, nuestra devoción, al verlos tan
bellamente representados en sus imágenes, aleja de la realidad a los santos,
haciéndolos lejanos, poco humanos, como seres superiores y extraños a la
realidad del mundo, con poco que ver con nuestras vidas…
Es necesario recordar que san Antonio, como todos los
santos que la Iglesia venera, fueron como nosotros, hombres de carne y hueso,
que se encontraron en la misma realidad existencial que nosotros, que tuvieron
también sus dificultades, sus problemas, sus dudas y sus luchas, que tuvieron
también su propio camino de encuentro con Dios, también sus sufrimientos y sus
cruces.
Verdaderamente criaturas como nosotros, pequeños ante
un mundo tan grande. Experimentaron como nosotros la limitación del cansancio,
el temor del miedo, los problemas de la vida.
Pero sobre todo, los santos como nosotros, fueron
hombres y mujeres, criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios, dotados de un
alma sobrenatural, llamados a vivir en amistad con Dios amándolo, conociéndolo
y sirviéndole en esta vida para gozar con él por toda la eternidad.
Al venerar a san Antonio, hemos de recordar que Dios
ha de estar presente en nuestra vida. San Antonio conocía el sentido de su
existencia y para que había venido a este mundo. Sabía que debía vivir para
Dios, y servirle.
Por eso, san Antonio, tras la formación de su
juventud, entra en la vida religiosa buscando servir a Dios lo mejor posible.
Responde a la llamada de Dios, renuncia a su casa, a sus padres, a su familia,
a sus planes, y sigue la voz de aquel que le llama. Cuando decide entrar en la
orden franciscana, se siente motivado por un mayor amor y deseo de corresponder
a Dios y dar su vida por él. San Antonio, no se busca a sí mismo, ni sus
propias comodidades, ni sus propios deseos o planes. Solamente quiere responder
a la llamada de aquel que le ha mostrado su amor.
Es cierto, que en los tiempos en los que san Antonio
vivió, Dios estaba presente no solo en la vida particular de cada creyente,
sino que Dios estaba presente en toda la vida de la sociedad. Nadie dudaba de
su existencia. Dios era reconocido como el origen y el fin último de
la vida.
Aunque a nosotros nos han tocado tiempos distintos,
hemos de recordar estas verdades, y a ejemplo de san Antonio, hemos de poner a
Dios en el centro de nuestra existencia, hemos de buscar que el único sentido
de nuestra vida sea cumplir con nuestra vocación de amar, conocer y servir a
Dios para llegar también nosotros a la bienaventuranza de los santos.
Pero ¿Qué más vemos en san Antonio?
¿Qué nos revela su imagen hermosa que tenemos en este altar?
Vemos a un hombre vestido, ¿con ropaje de lujo? ¿con ropas principescas?
No, vemos un fraile, un hijo del Pobre de Asís, un
franciscano.
A pesar de toda la grandeza y de los dones con lo que
Dios enriqueció a san Antonio, este no se enorgulleció y no buscó la fama y los
cargos importantes dentro de la iglesia… Quiso seguir el camino de la pobreza y
de la humildad enseñado por San Francisco para imitar a Cristo nuestro Señor
que se hizo pobre por nosotros.
Una vez más, se cumple las palabras del Divino
Maestro: El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en
este mundo se guardará para la vida eterna.
Una vez más se repite la historia de la Virgen Santa
de Nazaret: El Señor ha mirado la humillación de su sierva y ha hecho obras grandes en mí.
Una nueva enseñanza para nuestra vida y nuestro deseo
de ser santos: para ser santos no tenemos que hacer grandes cosas, asombrosas a
los ojos del mundo… sino cumplir fielmente con nuestras obligaciones para con
Dios, para con nuestros prójimos, y para con nosotros mismos. Y esto es cumplir
los mandamientos de Dios: amar a Dios y amar a nuestros prójimos.
“Dios ha constituido a unos apóstoles, a otros
profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores…” Cada santo tiene
un carisma particular y Dios concede a algunos de ellos hacer grandes cosas que
son admiradas por las multitudes. San Antonio fue famoso ya en vida pero otros
santos han pasado totalmente desapercibidos a los ojos del mundo, sin grandes carismas,
sin grandes prodigios.
Y sin embargo, ¿sabéis que es lo que han tenido en
común todos los santos y sin lo cual nosotros no podremos llegar a ser santos?
La oración frecuente.
El papa Benedicto XVI dijo de
san Antonio: “Para el la oración es una relación de amor, que impulsa al hombre
a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que
suavemente envuelve al alma en oración.”
Esa ternura, esa dulce
conversación, esa relación de amor que bien la vemos representada en su imagen.
Tiene al niño Jesús en sus brazos. Recibió esa gracia de poder gozar de esa
visión y presencia del Niño Dios, porque era un hombre de oración.
Es, a través de la oración,
donde encontramos al Señor, donde aprendemos a amarle, donde podemos sacar
fuerza y motivación para cumplir su voluntad, donde experimentamos su cercanía,
su bondad, sus dulzuras, sus consuelos. Jesús nos llama a la oración: Venid a
mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré.
Nada tenemos que envidiar a san
Antonio, porque este Jesús que nació en Belén y murió en la cruz, se nos da y
viene a nosotros en la comunión. Se hace totalmente nuestros, nos hace
totalmente suyos. Pidamos por la intercesión de san Antonio, para que como él
pudo abrazar y gozar de Jesús, también nosotros cada vez que comulguemos el
Cuerpo del Señor bien dispuestos y en estado de gracia, lo recibamos con la
misma fe y el mismo amor, y podamos gozar de sus consuelos.
Queridos hermanos: no quiero cansarles, pero no podemos dejar de mencionar
la coincidencia en este día de otra fiesta para la Iglesia en España: la fiesta
de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.
Digo feliz coincidencia, porque san Antonio fue
sacerdote de Jesucristo y en toda su vida recibió “la gracia de ser fiel en el
cumplimiento del ministerio recibido.” Gracia que en este día la Iglesia pide a
Dios para todos sus sacerdotes y que también nosotros hemos de pedir, por su
santificación y por el aumento de vocaciones a la vida consagrada y sacerdotal.
Pero no hemos de olvidar que cada uno de nosotros
hemos sido injertados en Cristo por el Bautismo y constituidos sacerdotes,
profetas y reyes por lo que nuestra vida ha de ser también una ofrenda
agradable a Dios, ofreciéndonos como hostias puras, santas e inmaculadas.
El lirio que normalmente lleva san Antonio en sus
brazos, nos recuerda la obligación de buscar siempre la pureza de corazón y de
intención en todas nuestras obras, para buscar sólo la gloria de Dios.
Aprendamos de san Antonio el arte de vivir bien según
el querer de Dios y pidamos su intercesión para que nunca nos extraviemos del
buen camino y si por desgracia nos ocurriese que por su ayuda volvamos al redil
de Cristo.
Él decía: “Vivir sin Jesús es morir.” Ojala nosotros
lo sintamos así y no deseemos más que estar con Jesús para vivir verdaderamente.
Que así sea.