sábado, 12 de abril de 2025

13. LA NEGACIÓN DE PEDRO. SAN PEDRO DE ALCÁNTARA

13

LA NEGACIÓN DE PEDRO

 

 MEDITACIONES

SOBRE LAS VERDADES ETERNAS

Y LA PASIÓN DEL SEÑOR

PARA PEDIR EL AMOR DE DIOS 

San Pedro de Alcántara

 

ORACIÓN PARA COMENZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en la presencia de Dios, adoremos su majestad infinita, y digamos con humildad:

  

 “Omnipotente Dios y Señor y Padre mío amorosísimo, yo creo que por razón de tu inmensidad estás aquí presente en todo lugar, que estás aquí, dentro de mí, en medio de mi corazón, viendo los más ocultos pensamientos y afectos de mi alma, sin poder esconderme de tus divinos ojos.

    Te adoro con la más profunda humildad y reverencia, desde el abismo de mi miseria y de mi nada, y os pido perdón de todos mis pecados que detesto con toda mi alma, y os pido gracias para hacer con provecho esta meditación que ofrezco a vuestra mayor gloria… ¡Oh Padre eterno! Por Jesús, por María, por José y todos los santos enseñadme a orar para conocerme y conoceros, para amaros siempre y haceros siempre amar. Amén.”

 

Se meditan los puntos dispuestos para cada día.

 

13

LA NEGACIÓN DE PEDRO

Del tratado de la oración y meditación

de san Pedro de Alcántara

 

Crecieron sobre esto los trabajos de aquella noche dolorosa con la negación de San Pedro, aquel tan familiar amigo, aquel escogido para ver la gloria de la Transfiguración, aquel entre todos honrado con el principado de la Iglesia; ese primero que todos, no una, sino tres veces, en presencia del mismo Señor, jura y perjura que no le conoce, ni sabe quién es. Oh Pedro, ¿tan mal hombre es ese que ahí está que por tan gran vergüenza tienes aun haberlo conocido? Mira que eso es condenarle tú primero que los Pontífices, pues das a entender que Él sea persona tal, que tú mismo te deshonras de conocerlo. ¿Pues qué mayor injuria puede ser que ésa? (Lc.22,61): Volvióse entonces el Salvador, y miró a Pedro; vánsele los ojos tras aquella oveja que se le había perdido. ¡Oh vista de maravillosa virtud! ¡Oh vista callada, más grandemente significativa! Bien entendió Pedro el lenguaje, y las voces de aquella vista, pues las del gallo no bastaron para despertarlo y éstas sí. Mas no solamente hablan, sino también obran los ojos de Cristo, y las lágrimas de Pedro lo declaran, las cuales no manaron tanto de los ojos de Pedro, cuanto de los ojos de Cristo.

Después de todas estas injurias considera, los azotes que el Salvador padeció a la columna; porque el juez, visto que no podía aplacar la furia de aquellas infernales fieras, determinó hacer en Él un tan famoso castigo que bastase para satisfacer la rabia de aquellos tan crueles corazones, para que, contentos con esto, dejasen de pedirle la muerte. Entra, pues, ahora ánima mía, con el espíritu, en el Pretorio de Pilatos, y lleva contigo las lágrimas aparejadas, que serán bien menester para lo que allí verás y oirás. Mira cómo aquellos crueles y viles carniceros desnudan al Salvador de sus vestiduras con tanta inhumanidad y cómo Él se deja desnudar de ellos con tanta humildad, sin abrir la boca ni responder palabra a tantas descortesías como allí le herían. Mira cómo luego atan aquel santo cuerpo a una columna para que así lo pudiesen herir a su placer donde y como ellos más, quisiesen. Mira cuán solo estaba el Señor de los Angeles entre tan crueles verdugos, sin tener de su parte ni padrinos, ni valedores que hiciesen por Él, ni aun siquiera ojos que se compadeciesen de Él. Mira cómo luego comienzan con grandísima crueldad a descargar sus látigos y disciplinas sobre aquellas delicadísimas carnes, y cómo se añaden azotes sobre azotes, llagas sobre llagas y heridas sobre heridas. Allí verías luego ceñirse aquel Sacratísimo Cuerpo de cardenales, rasgarse los cueros, reventar la sangre y correr a hilos por todas partes. Mas, sobre todo esto, ¡qué sería ver aquella tan grande llaga, que en medio de las espaldas estaría abierta, adonde principalmente caían todos los golpes!

Considera luego, acabados los azotes, cómo el Señor se cubriría, y cómo andaría por todo aquel Pretorio buscando sus vestiduras en presencia de aquellos crueles carniceros, sin que nadie le sirviese, ni ayudase, ni proveyese de ningún lavatorio, ni refrigerio de los que se suelen dar a los que así quedan llagados. Todas estas son cosas dignas de grande sentimiento, agradecimiento y consideración.

 

ORACIÓN PARA FINALIZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

PETICIÓN ESPECIAL DEL AMOR DE DIOS. San Pedro de Alcántara

13 DE ABRIL. SAN HERMENEGILDO, REY Y MÁRTIR (+585)

 


13 DE ABRIL

SAN HERMENEGILDO

REY Y MÁRTIR (+585)

LA escena trágica y sublime del martirio de San Hermenegildo, halla un intérprete genial en el pintor sevillano Juan de las Roelas —émulo de Ribera, Velázquez y Murillo—, muy celebrado por sus contemporáneos y postergado hoy por un capricho de la crítica. El cuadro en cuestión —el mejor sobre este tema— está en el Museo hispalense. El pintor ve y comprende al Mártir con el espíritu de un poeta del Romancero: lo comprende y lo ve como a un héroe, como a un caballero ideal. Inspirada visión, porque entre los caballeros de nuestra raza, ninguno más grande y simbólico que el Protomártir de la unidad católica de España; nada más bello, más heroico, que esta sangre real, derramada por los tres más altos ideales: Dios, la Patria y la dama...

El drama grandioso de la vida y muerte de San Hermenegildo —el drama nacional por antonomasia— tuvo su origen en una tragedia doméstica. Dos mujeres providencialmente antagónicas, llevan en ella los papeles principales del reparto: Gosvinda, casada en segundas nupcias con Leovigildo, arriana fanática, desalmada, ambiciosa y despótica, caput sceleris —cabecilla del crimen— como la llama el Turonense; e Ingunda, joven esposa de Hermenegildo —hijo mayor del Rey en su primer matrimonio— bella y dulce, católica ferviente, enemiga irreconciliable del Arrianismo, que era la religión oficial.

En el palacio real de Toledo no se habla más que de religión. Los Monarcas están empeñados en hacer apostatar a la princesa Ingunda. Se intenta rebautizarla, pero inútilmente. ¡Por algo es hija de los reyes francos! Un día, la fiera Gosvinda, la mujer sin entrañas se arroja sobre su nuera, la golpea hasta hacerle sangre y, desnuda, manda sumergirla en una piscina arriana. Ingunda, firme en su fe, sufrida y resignada, si despega los labios es sólo para decir: «Me basta con haber sido bautizada una vez. Confieso la Santísima Trinidad en igualdad indivisa».

Pero Hermenegildo, aunque arriano, no puede ver sufrir a su amada esposa. Y, como su padre acaba de nombrarle rey de Sevilla, parte con ella para la Capital de la Bética.

Todo ha sido. providencial. Apenas llegado a Sevilla, Hermenegildo, movido por las insinuaciones y ejemplos de Ingunda y aleccionado por su tío San Leandro, abjura el Arrianismo. Como prueba de su entusiasmo por la Fe católica, manda acuñar unas monedas de oro con su efigie y las palabras de San Pablo: Hæréticum hóminen devita: apártate del hereje.

La noticia ha caído en la corte de Toledo como una bomba. Así diríamos hoy. Leovigildo ve por tierra sus planes de unidad, ve su corona en peligro. Y, mientras se prepara para la lucha, se desfoga bárbaramente en los cristianos, instigado por la cruel Gosvinda. «La persecución que sufren los católicos de España —escribe por estos días San Gregorio de Tours— es horrible: destierro, confiscación de bienes, prisión, azotes, asesinatos, todo lo soportan heroicamente. Una mujer asume la responsabilidad de tantas infamias: Gosyinda, viuda de Atanagildo y casada ahora con el rey Leovigildo».

Y empieza el triste duelo entre el Rey y su hijo, entre el Arrianismo y el Catolicismo, entre la opresión y la inocencia. Leovigildo hace leva contra Hermenegildo, le toma las fortalezas de Cáceres y Mérida y se presenta a las puertas de Sevilla. La Ciudad resiste el sitio durante dos años, al cabo de los cuales, falta de todo y traicionada por los bizantinos, se rinde al Rey. El joven Príncipe se acoge al derecho de asilo, refugiándose en una iglesia: «No vendrá mi padre sobre mí —se dice—. Es un crimen horrendo que el padre mate al hijo o el hijo al padre».

En efecto. Leovigildo no se atreve a violar el templo, pero envía astutamente a su hijo Recaredo, ofreciéndole el perdón. Hermenegildo cae en el lazo. A los besos hipócritas sucede pronto el cálculo frío y alevoso: aherrojado como un vulgar traidor, se le lleva de Córdoba a Toledo, de Toledo a Valencia, de Valencia a Tarragona; siempre rodando por inmundos calabozos. La España Católica sigue atentamente su vía dolorosa. Él se prepara como buen cristiano para el magno y supremo sacrificio. Dios espera su sangre redentora. Un ángel le anuncia el desenlace de la tragedia...

El día de Pascua entró en la prisión un obispo arriano. Venía a ofrecerle la comunión sacrílega. Hermenegildo le señaló la puerta y le dijo con gesto de dignidad ofendida: «Apartaos. No comulgaré con la herejía».

La puerta del calabozo se cerró. Horas después apareció Sisberto —gobernador de la Tarraconense— con órdenes terminantes de Leovigildo. Con él llegó el verdugo. De un hachazo derribó la cabeza del Mártir. Su alma, con alas, voló a Dios.

Apoteosis. El calabozo se ha iluminado con luz celestial. El aire se ha llenado de espíritus bienaventurados, que tocan diversos instrumentos músicos. En medio, aparece la Virgen, en actitud de coronar al Mártir. Tres ángeles velan su sublime éxtasis. En torno, la Iglesia reza. España reza también. Más allá, en lontananza, se vislumbra el triunfo del tercer Concilio toledano, broche áureo de la unidad católica que —en sentir de San Gregorio Magno— no se hubiera logrado sin el generoso sacrificio de Hermenegildo. Estamos en presencia del cuadro que pintó Roelas…