06 DE AGOSTO
SANTOS JUSTO Y PASTOR
NIÑOS MÁRTIRES
(+HACIA EL 304)
ALCALÁ de Henares —la vieja Compluto— guarda con cariño acendrado un tesoro que la ha hecho inmortal. Si habéis pensado en su famosa Universidad —por cuyas aulas pasaron nuestras mayores glorias literarias— estáis equivocados: Se trata simplemente del «canastillo» en el que Compluto, en el último día, «presentará a Cristo la ofrenda de dos cabecitas inocentes, teñidas de oro y púrpura»: el sepulcro glorioso de los santos niños Justo y Pastor —hermanos en el martirio y en la sangre— cátedra desde la cual estos dos héroes precoces dan a la niñez española maravillosa lección de fe y virilidad cristianas, y sacuden la conciencia de muchos mayores, al recuerdo de aquellos versos de Gabriel Y Galán:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?...
Justo y Pastor «capullos bellísimos de un rosal de amor, bendecido ante los altares y regado con celestial rocío, cual rosas de un amanecer» —como dicen los viejos himnarios góticos—, nos dan la santidad en su más simple esquema, en su línea más esencial —línea de martirio, al fin—. Una sola ocasión se les ofrece en que pueden elegir entre la vida y la muerte, entre Dios y el mundo, y eligen la muerte por Dios. ¿Qué más ha exigido Jesucristo a sus discípulos? Veamos los hechos.
Estamos, probablemente. en los últimos días de julio del año 304. Daciano, «rey de los hombres y cliente de las piedras», acaba de llegar a Compluto, procedente de Zaragoza, y ha lanzado un edicto de persecución, tinto ya en sangre de héroes. Pasado el pánico de los primeros momentos, todos se aprestan para la lucha: Daciano, a matar, instigado por el demonio; los cristianos, a morir, fortalecidos con la virtud de Dios. Pero esta vez, para mayor vergüenza y execración suya, el bárbaro Presidente no va a ser vencido por robustos atletas, sino por dos infantitos que tienen aún la leche en los labios, como quien dice: Justo y Pastor.
En el regazo de una familia de limpia sangre y profundas creencias cristianas, han florecido como dos rosas gemelas en un rosal. Justo tiene siete años; Pastor, nueve. Los biógrafos, al mismo tiempo que nos hablan de sus infantiles ansias heroicas —algo así como las de Rodrigo y Teresa—, ponderan a una su extraordinaria conformidad de sentimientos, deseos y palabras, fruto, sin duda, de una educación exquisita. Es lo que cantó el poeta:
«Lo que ama o quiere Pastor, — eso quiere también Justo; —lo que a éste le da disgusto, — también disgusta al mayor. —Sola un alma hace el amor: —si el uno al martirio aspira, —por morir otro suspira; —y al cruel cuchillo los dos —el cuello ofrecen por Dios—, que desde el cielo los mira».
Fijémonos también nosotros ahora en los dos santos hermanitos. Van camino de la escuela con «las tablillas y el punzón en la mano», que así dice el Himno. Algo parece haberles llamado la atención. ¿Qué es lo que ocurre? Pasa un pregonero proclamando a voz en cuello el edicto de Daciano.
— ¿No has oído, Pastor?
— ¿Qué?, ¿Lo del edicto?
—Lo del edicto, sí. Oye, ¿quieres que vayamos a decirle al Presidente que hace mal en perseguir a Nuestro Señor? — ¿Y si nos degüellan?
— Que nos degüellen; así seremos mártires, como Eulalia.
No dicen más. Siempre de acuerdo para obrar el bien, tiran las tablillas y el punzón y, sigilosamente para no ser detenidos en camino, se dirigen al Pretorio. ¡Qué ansia heroica de confesar a Cristo la de estos tiernos campeones! ¡Ni siquiera se despiden de sus padres!... —¿Venís a buscar cristianos? —gritan ante el Tribunal con energía— Pues aquí tenéis a dos que adoran a Jesucristo y desprecian vuestros ídolos. Podéis degollarnos, si queréis.
Nos imaginamos el asombro y rabia de Daciano al oír hablar así a dos chiquillos. No obstante, aparentando no dar importancia al lance y que lo juzga por «liviandad y muchachería» —aunque aún le requema el recuerdo de Engracia— da orden de azotarlos, como quien trata de escarmentar a unos niños traviesos. Pero el débil junco se vuelve de acero en las manos de Dios. La increíble fortaleza de estos parvulitos será ejemplo y estímulo para las futuras generaciones cristianas. San Isidoro — acorde con las Actas— nos cuenta cómo los santos hermanos se animan al ir a la tortura. Y el poeta Tamayo Salazar recoge su hermosa actitud en unos elegantes versos latinos que, traducidos, dicen: «A más crueles suplicios —intrépidos se animan: —la misma muerte es dulce—a Justo y a Pastor; y cuando los verdugos— esperan que, al fie, giman, un grito de victoria alza infantil valor».
Pero no es Daciano hombre que se enternezca ante el heroísmo sublime de dos niños. Tiene alma de pedernal e instintos brutales. La misma vergüenza de una nueva derrota lo trueca en monstruo: «Oye Daciano la constancia de los Mártires — termina diciendo el Himno citado anteriormente— y, ebrio de furor, dicta la sentencia: que maten a los dos hermanos con muerte cruel. Furiosos los esbirros, arrástranlos al instante al abierto campo que llaman Laudable, y allí los atormentan, coronándolos de sangre».
En el Campo Laudable —hoy Huerta de las Fuentes— se alza la iglesia Magistral que guarda sus preciosas reliquias: el tesoro que ha hecho inmortal a la villa de Alcalá de Henares...