10 DE AGOSTO
SAN LORENZO
DIÁCONO Y MÁRTIR (+EN EL 258)
UNA vez más, en su continuo rodar, el ciclo de la sagrada Liturgia nos trae la fiesta de San Lorenzo —fiesta de ardores de incendio, de aureola de llamas, de incienso de huesos calcinados—, y con ella, el recuerdo emocionado de la más bella estampa que España grabó en el corazón de Roma con surcos de aguafuerte...
¿Cabe un alma fina y delicada en un corazón de hierro? Sí, y esa alma —la de España— la tuvo Lorenzo, el tipo más esclarecido de mártir español: profecía cruenta de nuestro destino imperial, ejemplar y símbolo de nuestra fe católica, máxima y exaltada encarnación de nuestras virtudes raciales, cifra de nuestro carácter, de nuestra grandeza mora], de nuestra liberalidad, de nuestro espíritu de sacrificio, de nuestra fortaleza, de nuestro heroísmo...
Ad astra per áspera!: ¡Hacia los astros por caminos ásperos! Este parece ser el lema de su vida, el ideal de su ascética dura; ideal y lema hechos hostia de fuego y luz sobre el asador de la parrilla incandescente.
La sangre —hirviente, impetuosa, lozana— se la da España; el carácter — recio y entero como su tierra oscense —el aire puro de las sierras de Gratal y Guara; el corazón henchido de fervores cristianos —la nobleza cordial, la cepa, al fin, de santo—, sus padres, Santos Orencio y Paciencia.
Lorenzo llega a Roma en los albores de la adolescencia. Los biógrafos de los siglos IV y V, que tan por menudo relatan su martirio, nada nos dicen de estos primeros años de su vida, así como de sus estudios. Pero el hecho de que, en plena juventud, haya llegado a ser Arcediano de la Iglesia romana —esto es, el primero de los diáconos, la más alta dignidad después del Pontífice— y el hombre de confianza de Sixto II, nos autoriza para asignarle dotes excepcionales y virtudes de alma perfecta. Prudencio dice que «era el primero de los siete varones que se acercaban al ara del Pontífice; grande en el grado levítico y más noble que sus compañeros. Él tenía las llaves de las cosas sagradas, presidía el arcano de la casa celeste y, gobernando como fiel custodio, dispensaba las riquezas de Dios».
Año 258. Persecución de Valeriano. Una de las primeras víctimas será el papa San Sixto. La tradición nos muestra al Invictísimo dialogando con el Pontífice y rogándole con lágrimas —¡alma delicada en corazón de hierro— que no prescinda de sus servicios en la hora del supremo holocausto!:
— ¿Adónde vas, oh Padre, sin tu hijo? ¿Adónde, oh sacerdote, sin tu ministro? ¿Dudas, acaso, de mi fe? ¿Desestimas mi valor? Pruébalo y verás.
— Ánimo, hijo mío, que presto colmará el Cielo tus encendidos deseos. Mayores son los combates que a ti te aguardan. Ahora, anda y distribuye a los pobres los tesoros que se te confiaron. Dentro de tres días recibirás la corona, y tu martirio será célebre en el mundo.
Lorenzo vibra y se estremece. Con el alma abierta a la emoción de la caridad y al esfuerzo heroico del martirio, vedle volar de las cuevas del Monte Celio a la gruta de Nepociano, de la casa de Ciríaca a la de Narciso, de la catacumba de Pretextato al cementerio de Calixto o a la cárcel Mamertina; ora lavando los pies a los presbíteros, ora alentando y consolando a los neófitos, ya devolviendo la vista a Crescencianm ya repartiendo a los pobres las riquezas de la Iglesia, según los deseos del Papa. Al día siguiente, el prefecto Cornelio Secularis le llama a su tribunal.
— Me han dicho que eres el tesorero de la Iglesia.
— Cierto: tesorero... y de muy grandes tesoros — dice Lorenzo con sorna.
— Pues sabe que, desde este momento, el Estado se incauta de todo.
— Bien. Dadme un plazo para reunirlo e inventariarlo.
— Tres días tienes.
El Levita —qué rasgo tan español de fina ironía, de humor ante la muerte— reúne a todos los pobres de las Iglesias de Roma, va con ellos ante el Prefecto, y, señalando a aquella turba doliente, le dice riendo, con el mismo orgullo con que Cornelia mostraba al pueblo sus jóvenes hijos, los Gracos:
— Hoc est monile Ecclésiæ: este es el joyel de la Iglesia.
Los maestros de la gubia y del pincel perpetuarán en mármoles y lienzos este rasgo señorial del Invictísimo, así como el sublime dramatismo del martirio con que «alumbra al mundo» y refrenda su bizarra actitud. Roma «se honrará de Lorenzo igual que Jerusalén de Esteban», y le dedicará nueve iglesias. España le ofrendará el Escorial «como un inmenso exvoto de maravillosa y real magnificencia…».
—Pagarás la burla con la muerte. Te quemaré vivo sobre unas parrillas.
¿Os imagináis a Lorenzo desnudo «sobre el ara encendida que ha de inmolarle como hostia preciada de Jesucristo»? ¡Qué, horror! Pues más asombroso, más incomprensible que el suplicio, es el señorío absoluto del Mártir sobre el dolor y la muerte. Ni un movimiento, ni una lágrima, ni un grito. En medio de la infernal tortura da gracias a Dios, ora por la Iglesia, ríe... Y cuando los verdugos vuelven ya la espalda, atufados por el olor de la carne quemada, oyen con espanto que dice en son de broma:
—De este lado ya estoy en sazón; dadme la vuelta y comed.
Era la última chispa de genio español —como cantó Cervantes—:
«Del Fénix santo que en Roma
fue abrasado y quedó vivo
en la fama y en la gloria».