domingo, 20 de julio de 2025

LOS SIETE PANES MILAGROSOS. Fray Justo Pérez de Urbel

 


SEXTO DOMINGO DE PENTECOSTES

LOS SIETE PANES MILAGROSOS

Fray Justo Pérez de Urbel

En nuestro camino hacia Dios, un camino místico es esta temporada de Pentecostés, en que poco a poco vamos acercándonos a la realización de nuestro ideal cristiano; no nos faltan los sucesos prodigiosos, las ayudas inesperadas, las alegrías súbitas que vienen a reavivar el fuego de nuestra esperanza, encendida en el sol inolvidable del día de Pascua, en las lenguas centellantes de Pentecostés y en las secretas llamaradas de la fiesta del Corpus. Así esta multiplicación de los panes, que parece decir a los que por ventura han llegado a desmayar: Nada temáis en vuestra ruta; no os moriréis de hambre ni de cansancio; el que os ha sacado de Egipto, os enviara un "maná" misterioso; el que os ha salvado, os alimentará; el que os ha iluminado, será vuestro consuelo.

Por segunda vez aparece en la liturgia anual este milagro: le vimos al principio de la Cuaresma, haciéndonos olvidar los rigores del ayuno; y ahora se nos presenta para alentarnos en el seguimiento de Cristo, que  se nos ha revelado en la intimidad de sus grandes misterios. Aunque, en realidad, se trata de dos sucesos distintos. Cristo multiplicó dos veces los panes. Las circunstancias se parecen, pero hay detalles que no permiten confundir los hechos. La primera vez los panes eran cinco, y los comensales cinco mil; y de las sobras se recogieron doce espuertas. La segunda vez, los panes eran siete, las personas que seguían a Jesús, cuatro mil; y al cabo solo sobraron siete espuertas. Mayor el número de los panes, menor el de los que comieron; y menos también las sobras. El primer milagro se realizó al norte del lago de Genesareth en favor de los pobres de Bethsaida y Cesarea, de los publicanos de Tiberíades, de los porquerizos de Gerasa, de los pescadores de Corozaim y Cafarnaúm. Han visto la nave de Pedro que surca el Lago, y sobre ella, dulce, serena, bondadosa, la imagen adorable del Rabbí: cuya mano se levanta reposadamente en su charla con los discípulos, cuya cabellera nazarena se mueve acariciada por el viento. La multitud corre por la arena, y mientras la nave lucha con el vendaval, llega al extremo norte y allí aguarda la llegada del Profeta.

Ahora Jesús viene de la tierra de los fenicios. Es el comienzo del otoño, el último otoño de su vida. Ya no hay verdura en el campo para sentarse, sino solo piedras, rastrojos y tierra desnuda. EI pueblo se arremolina en torno suyo. Son siempre los mendigos, los enfermos, los viejos encorvados, los que viven del trabajo a salto de mata y de la limosna echada en la mano y en la cara; pero ahora vienen de tierras semipaganas. Hay gentiles helenizados de la corrompida Seforís, marineros de las playas de Ptolemaida, tejedores y cargadores de Tiro y Sidón, pastores de las vertientes del Carmelo, caseros humildes que acaban de hacer su cosecha de vino y grano en el valle de Esdrelón. Están, sin duda, la Cananea, la Hemorroísa y la viuda de Naín, y tantos y tantos otros a quienes el Maestro acaba de curar, resucitar, consolar y perdonar. Tres días hace que le siguen sin cansarse, escuchando sus parábolas, recogiendo sus gestos y sus miradas, conteniendo el aliento en una actitud de curiosidad y admiración cuando les expone las imágenes trasparentes en que envuelve la gloria de su futuro reino espiritual, cuando les habla de los tesoros de este mundo, que roban los ladrones, consume la polilla y roen los gusanos; cuando les recuerda el reposo de la pobreza, la felicidad de las lágrimas y las claridades de la cruz.

Pero, ¿en qué piensa aquella multitud? Cae ya el tercer día de marcha: las provisiones se han agotado hace tiempo, los muchachos buscan entre los sarmientos algunos racimos que quedaron de la vendimia, los niños lloran en los brazos de sus madres, los viejos se sientan anhelantes, poniendo su capa en el suelo; los Apóstoles van de aquí para allá barruntando una catástrofe. Jesús extiende sobre la multitud sus divinos ojos indulgentes. Las horas pasan tranquilas, rápidas, silenciosas. La concurrencia aguarda todavía; pide nuevas revelaciones acerca del futuro reino. Solo Cristo parece pensar en otro alimento más palpable. Un día había dicho: "No solo de pan vive el hombre"; ahora parece pensar: "El hombre no vive solo de la palabra de Dios." Y desde la colina en que se hallaba, viendo el gentío que se apilaba en torno, movedizo y hervoroso como las olas del mar, pronunció aquellas conmovedoras palabras : "Compasión tengo de esta muchedumbre, porque tres días hace que vienen tras de Mí y no tienen que comer, y si los despido en ayunas, desfallecerán antes de llegar a sus casas."

Pero hay siete panes, y con ellos, la misericordia de Dios. El milagro se obra de nuevo. La multitud cubre las faldas del monte. Alegrado por los colores chillones y variados de los vestidos, el desierto parece un jardín que se mueve. Jesús bendice y parte con expresión de alegría y de ternura. Los Apóstoles distribuyen, y el pan milagroso se multiplica en sus manos. Todos comen; todos se sacian; ya tienen fuerzas para llegar a su tierra; tal vez en el zurrón llevan lo necesario para el camino; pero en el campo quedan todavía los residuos del banquete. Con ellos llenan los discípulos siete espuertas. En la soledad de Bethsaida eran doce, aquí son siete. Un número misterioso cargado de teología simbólica. Tal vez por eso los primeros artistas cristianos preferían este segundo milagro de la multiplicación de los panes. Siete panes y siete espuertas. Siete sacramentos que alimentan inagotablemente al pueblo cristiano en el desierto de esta vida. Tal vez es que les impresionó aquella exclamación de Cristo, que nosotros no podemos leer sin que nuestro corazón se conmueva: "Misereor super turbam." En las Catacumbas, en los monumentos funerarios, en los sarcófagos, siempre vemos este número místico, que parece decir a los que descansan en la paz de Cristo: "Consuélate; tú te alimentaste del pan eucarístico; en ti hay un germen de vida, que se transformara, como el grano de trigo, en una epifanía de gloria."

Para nosotros, este evangelio, colocado por la liturgia en los umbrales del estío, tiene otro sentido profundamente cristiano: es el momento en que se doran las mieses y se trilla el grano y se llenan las trojes. Los panes se multiplican bajo la bendición de Dios. El prodigio se realiza todos los años a nuestros ojos. "El que multiplica los panes es el que hace germinar la semilla", dice San Agustín; y añade: "Dios gobierna prodigiosamente el universo. ¿Quién sino Él puede hacer que de un grano brote una espiga?"

Así lo entendían los cristianos de los buenos tiempos, aquellos que no se atrevían a llevar el pan a la boca sin dar gracias a Dios, como había hecho su Maestro. Los mismos hebreos estaban tan familiarizados con esta doctrina, que según el axioma del Talmud, "gozar de un bien sin agradecerlo, es robar a Dios."