14 DE AGOSTO
SAN TARSICIO
ACÓLITO Y MÁRTIR (+258)
MIRADLO: es un acólito, una flor del santuario, un querubín pío y gentil del altar del Señor, un jovencito —plena adolescencia de alma y cuerpo— nacido acaso en las Catacumbas de Roma, junto al sepulcro de los Mártires... El alma del Cristianismo vibra en él con acentos de incomparable grandeza. Se llama Tarsicio, el Mártir de la Eucaristía.
Corta, pero ¡sublime carrera! De su vida sólo conocemos la muerte, la apoteosis final. Es como una puesta de sol sobre el mar, todo fuego y beatitud: fuego de holocausto, beatitud de santidad. Es una historia fulgurante y triunfal, cuya llama prendió en nuestra imaginación infantil —todavía en los bancos de la escuela— el insigne Cardenal Wiseman...
Hela aquí, reducida a esquema.
La prematura muerte de sus padres ha dejado a Tarsicio en la más triste orfandad; pero del hogar ha pasado a la casa de Dios. El pontífice Esteban ha visto que en su cuerpecito de once abriles arde un alma de héroe, y ha querido hacerlo su ministro, su acompañante, su acólito. Y no se ha equivocado: al valor y temple de los Régulos y Escévolas —sus antepasados— se junta en él esa entereza sobrenatural que confiere la gracia de Jesucristo. Así crece a la sombra sagrada de los Mártires aguardando su pascua.
El año 258 estalla la furiosa persecución de Valeriano. Un domingo, los sicarios del Emperador sorprenden al Papa celebrando los santos misterios en la Catacumba de Lucina, y allí mismo le cortan la cabeza. Tarsicio presencia esta escena cruenta, y comprende lo que es «lavar las vestiduras en la sangre del Cordero»...
En tanto, las cárceles se van poblando de cristianos. Alegres de morir por Cristo, un solo deseo, pero inmenso, apasionado, febril, apremia a los Confesores de la Fe: recibir la Sagrada Eucaristía —Pan de los fuertes— antes del sacrificio. Es el único rayito de consuelo humano que les queda, la mejor aprenda de futura gloria»; porque en los oscuros ergástulos no entra más luz que la eterna. Pero ¡ay!, ¿quién se atreverá a llevársela, si los diáconos están todos encarcelados?
— ¿Hay entre vosotros alguno que quiera encargarse de esta peligrosa misión? —pregunta el Pontífice a los «hermanos» en el Cementerio de Calixto.
La respuesta la tiene a sus pies, muda, firme, elocuentísima: Tarsicio. De rodillas, los brazos extendidos en ademán suplicante, los ojos clavados en el sacerdote, encendido el rostro de ardor, de ansia, de amable inocencia, el pequeño acólito implora para sí tan grave deber, tan arriesgado honor.
—Eres aún demasiado joven —le dice conmovido el papa Sixto.
— Mis pocos años, Santo Padre, serán mi escudo: nadie sospechará de mí.
Y las lágrimas asoman a sus ojos, en el delirio de la unción mística.
¿Cómo resistir la súplica, la mirada anhelante, de este adolescente transfigurado en serafín? El Pontífice toma el Sacramento, lo envuelve en un paño de blanquísimo lino, y poniéndoselo en las manos, le dice:
—Te confío un tesoro celestial. Dime, ¿lo defenderás hasta morir?
—Hasta morir, Padre Santo.
... Aquel día el acólito floreció en mártir.
Salió del Cementerio de Calixto en dirección a la cárcel Mamertina. Si el Cid iba «cual si llevara una estrella en el pecho», Tarsicio —sagrario viviente— iba como quien lleva a Dios: iba endiosado. No vio la Puerta Appia, ni el sepulcro de los Escipiones, ni el Circo Máximo, ni los Arcos Neronianos, ni las Termas de Claudio. Embebido en altísimos pensamientos, las manos apretadas contra el pecho, corría gozoso, ingrávido como un ángel...
De pronto, a la altura del Foro —junto a él se abría la cárcel—, un grupo de mozalbetes vino a sacarle de su arrobo seráfico. Le invitaron a jugar. Él se disculpó como pudo: —Perdonadme, he de cumplir un recado urgente.
— ¿Alguna carta? ¿Qué llevas ahí tan escondido?
Tarsicio sintió en su carne el dulce sobresalto del martirio. Quiso huir, pero era ya demasiado tarde. Un mocetón lo sujetó fuertemente.
— ¡A ver, a ver! ¡Qué tanto misterio!
— ¡Jamás, jamás! ¡Primero moriré! Una lluvia de golpes cayó sobre él. Hubo un forcejeo inaudito que atrajo la atención de los transeúntes. Tarsicio tenía una fuerza sobrehumana.
— Ásinus portans mysteria: es un asno cristiano que lleva el sortilegio a los prisioneros — gritó entre la plebe una boca blasfema.
Fue una chispa eléctrica. Aquellas fieras, sedientas de sangre cristiana, se arrojaron sobre el inocente corderillo y lo apalearon y pisotearon hasta dejarlo exánime. Pero nadie pudo separarle los brazos, ni violar el Misterio Sacrosanto. Abrazado fuertemente a Cristo, la muerte grabó a fuego sobre su pecho heroico la rúbrica de un abrazo eterno...
Sobre su tumba —primero en el Cementerio de Calixto; ahora en la Casa de San Vicente de Paúl, en París— canta el himno de su vida esta estrofa inmortal de aquel gran papa poeta y español que se llamó San Dámaso:
«Tarsicio, a quien de Cristo el Sacrosanto — quiso arrancar la plebe embrutecida, — por no exponer a su furor sangriento los celestiales miembros, dio la vida».
El Martirologio Romano celebra su fiesta el 15 de agosto.