OCTAVO DOMINGO DE PENTECOSTES
El administrador prudente
Fray Justo Pérez de Urbel
Un rico propietario, un hábil administrador, dilapidaciones, deudas fabulosas, ingeniosos recursos, el aceite por miles de litros, el trigo por miles de fanegas...; aquellos judíos de mirada codiciosa, apuntando siempre hacia un negocio nuevo, debían de escuchar con mal disimulado placer el relato cargado de indulgente ironía. Tal vez se guiñaban el ojo o plegaban los labios en una sonrisa maliciosa, o dejaban caer en el oído del vecino el nombre de algún comerciante acaudalado, de algún Silok industrioso, que entre las tormentas de los negocios había sabido capear el temporal.
Era en Jerusalén, el ultimo año de la vida de Cristo, después de la fiesta de la Dedicación. Los publicanos se apiñaban en torno del Nazareno; y, unos a distancia y otros delante de él, con una actitud de hipócrita reverencia, los fariseos le vigilaban y espiaban. En el corazón llevaban ya dos heridas: una causada por la parábola del buen pastor y otra por la del hijo pródigo. Decididamente, la doctrina de Jesús era poco favorable para ellos, los puros, los escrupulosos guardadores y asiduos investigadores de las sutilezas legales. El buen pastor había ido en busca de una oveja, tal vez roñosa, que se había ausentado del rebaño; el padre de familia había mostrado predilección injusta (injusta, a su parecer) por el hijo calavera, convertido en una piltrafa por el vicio y la miseria. El pescador del Lago, el oficial del telonio, hasta la meretriz, recibían en aquel nuevo reino predicado por el profeta de Nazareth mejor trato que ellos, los celadores inmaculados del mosaísmo.
Así hablaban en el grupo de los descontentos, cuando Jesús se dispone a decir una nueva parábola. Otro enigma, otra revelación, otra enseñanza profunda: Un hombre rico tenía un administrador, a quien se acusó de haber dilapidado los bienes de su amo." Esto va por nosotros, debieron decirse los sanedritas opulentos, 'de afiladas manos y barba torrencial, en cuanto oyeron hablar de posesiones y administraciones. Mas ahora Jesús no ataca: enseña, o, si se quiere, ataca a la riqueza mal administrada, y enseña la manera sabia de hacerla servir en provecho del que la tiene, proponiendo imitar la conducta de aquel administrador que tan ingeniosamente supo burlar la vigilancia de su dueño para anudar amistades a su costa. Nada más judío; pero es probable que los enemigos de Cristo se aprovecharan de este discurso para lanzar una nueva acusación. "Este hombre -debieron de decirse- quiere desposeernos de nuestras riquezas. Podríamos tolerar que saque a la vergüenza publica nuestra vida, pero que nos quite las dracmas, que ponga en peligro nuestra hacienda, eso ya no tiene nombre. Y eso es lo que pretende al alabar la conducta del ecónomo infiel."
Seguramente muchos de los que escuchaban se quedaron sin entender la parábola. Otros debieron de entenderla al revés. Mas tarde, los escritores eclesiásticos la interpretaron de diversas maneras. Se ha dicho que esta página del Evangelio es la cruz de los exegetas, y así debe de ser a juzgar por la variedad de los comentarios, a cuál más peregrinos e incoherentes. Se han asustado de ese panegírico que el Señor parece dedicar a un administrador excesivamente prudente. Es algo extraño ver a Jesús, aprobando la mentira y la iniquidad; tan extraño, que se ha podido pensar en suprimir esta página del relato de San Lucas. No obstante, la dificultad es más ligera de lo que parece. El propietario, dice Nuestro Señor, alabó la conducta previsora de su administrador; pero el elogio no se refiere a la moralidad de la acción, sino al ingenio a la habilidad, a la perspicacia y maestría con que fue realizada. Detestamos la felonía de Sinón imaginando el artefacto en que se escondería la ruina de Troya, pero no podemos menos de admirar su industriosa iniciativa. Del mismo modo, este administrador evangélico, aunque siervo de iniquidad, como le llamaba el mismo Cristo, es digno de nuestra admiración como artista de la prudencia mundana.
Los hijos de la luz tienen algo que imitar en este hijo de las tinieblas. Los ricos, sobre todo, deben saber que también ellos son administradores de un rico propietario que es dueño universal de cuanto existe. Es Dios quien les ha dado su riqueza para que la hagan servir a su propia felicidad y a la de sus semejantes. Ecónomos de Dios, están obligados a mejorar este mundo de Dios, tan trastornado por las locuras de los hombres, con su esfuerzo, con su bondad y con su dinero. Son malversadores si por avaricia, por prodigalidad o por haraganería no organizan trabajo, no dan limosna, no contribuyen en la medida de sus fuerzas al bienestar que pueden exigir de ellos sus semejantes, si no por un título de justicia, al menos por una obligación indeclinable de caridad. Si administran sabiamente la hacienda divina, si se esfuerzan por convertirla en sanas alegrías, si logran disminuir de alguna manera la trágica inquietud de los hombres, sus hermanos, entonces los miserables a quienes hubieren consolado, ayudado, arrancado de la miseria y liberado de las negras insinuaciones de la desesperación, les recibirán a la puerta del Cielo, les harán cortejo cuando tomaren posesión del reino merecido por su generosidad, y eternamente bendecirán a su bienhechor. La limosna, en este mundo, es una letra de cambio contra Dios; y Dios se encargara de pagar fidelísimamente en la vida futura. "El bien que hiciereis a cualquiera de mis servidores -dijo Él mismo-, me lo hacéis a Mí." El que alivia al pobre, presta al Eterno; presta con una usura infinita, la única buena y laudable. Y no debemos olvidar que la limosna que más ennoblece al hombre, al que da y al que recibe, es la limosna del trabajo justamente remunerado.