28 DE AGOSTO
SAN AGUSTÍN
OBISPO Y DOCTOR (354-430)
DECIR de San Agustín que fue el hombre más grande de su siglo, no sería decir gran cosa, pues aún cabe la pregunta de si ha habido otro mayor en la historia humana.
«¡Ah, si tuviese en torno mío doce sabios como Agustín!» —exclamó un día Carlomagno—. Alcuino que le oía replicó: «El Criador del cielo y de la tierra no hizo otro semejante a él! ¿Y tú quieres una docena? ...».
Se ha repetido miles de veces. El «Águila de Hipona» es el genio más vasto, universal y brillante que ha cruzado la tierra. Vale por una legión de genios. Él sólo basta para llenar de gloria la Iglesia, para cubrir el mundo de luz. Nadie sabría precisar el área de su irradiación milagrosa. Como tampoco ha escrito nadie su nombre excelso sin temblor de emoción, sin experimentar eso que el Padre Portalié llamó «la acción fascinadora de San Agustín». Es lo que sintió, sin duda, Ary Scheffr, cuando lo pintó —¡que actitud más sublime!— mirando a Dios en las estrellas... ¿Quién no ha contemplado con embeleso el «Éxtasis de Ostia»?...
Santos hay que pasan por el mundo sin rozarlo apenas con sus alas. San Agustín no: es profunda, entrañablemente humano. No sin motivo se le ha llamado «rey de los corazones». En esto, precisamente, radica su fuerza conquistadora, esa irresistible atracción — seducción, diríamos— que da a su humana peripecia perenne vitalidad. Si los siglos han pasado sobre su nombre, ha sido, cual mano de artista sobre el diamante, dándole cada día mayor esplendor. Las generaciones todas —ha escrito alguien— han visto en San Agustín no sólo al «Doctor de la gracia», sino también al «Doctor de la caridad»; han reconocido en él al arquitecto de Teología y al titán de la Filosofía, pero, al mismo tiempo, al hermano que pecó y lloró como nosotros, al Santo que logró escalar la Ciudad del Eterno Gozo y sentarse a los pies del 'Dios de su corazón, recuperado para siempre.
Aurelio Agustín —Sol de África—tiene su alba en Tagaste—la actual Suk-Ahras— el 13 de noviembre del año 354: data capaz de determinar por sí sola una nueva era en los fastos de la historia y del pensamiento humano. África no tendrá otra gloria mayor.
Ha comenzado el drama: el drama en carne viva de Agustín hombre, que culminará —el mayor triunfo de la Gracia después de San Pablo— en la apoteosis de Agustín santo...
¡Vida de aspiraciones y flaquezas —como la nuestra — la de su corazón inquieto y opulento! ¡Pugna de la carne contra el espíritu! La dramática dualidad es ingénita: herencia pagana de su padre, Patricio, y herencia cristiana de su madre, Santa Mónica.
Agustín, niño, es el chiquillo vivaz, rebelde, que pone en solfa al maestro, que miente a sus padres, que se niega a ir a la escuela, que hace travesuras y ama con pasión violenta los espectáculos públicos. No obstante, es tan extraordinario su talento, que Tagaste resulta pronto chico para el ímpetu de su genio. Y el «Águila», inquieta y soñadora, vuela primero a Madaura —367— y luego —370— a la voluptuosa Cartago —Carthago Veneris— que lo enreda en un amor ilícito y prematuro.
Agustín, adolescente, es el joven apasionado hasta la exaltación, para quien «amar y ser amado» constituye la única razón de vivir; el joven orgulloso de sus triunfos, que huye de casa. Las lágrimas de Santa Mónica no bastan a impedir que se hunda en el error de Manes, ni que se enfangue en lo que él llamará «el pantano de la carne». Pero, tanto las lágrimas como las plegarias maternales contribuyen a despertar en su alma esa inquietud salvadora que le lleva a buscar apasionadamente la Verdad. «Me hice maniqueo porque me prometían librarme del error».
De Cartago a Roma, en 383. De Roma a Milán, en 384. Mónica queda en Tagaste llorando el extravío de Agustín y meditando, esperanzada, estas palabras que le ha dicho un santo obispo: «Es imposible que perezca el hijo de tantas lágrimas». Pronto le seguirá ella a Italia —peregrina del amor y de la fe—, para ser testigo del milagro y volar desde Ostia al cielo, «trocado su llanto en gozo...».
Milagro es —y extraordinario — la sorprendente y radical conversión de Agustín. Su providencial amistad con San Ambrosio —«padre de mi alma»— y una invitación celestial —tolle et lege— abren en su espíritu un boquete de luz, por donde se entra, con las primeras flores de la primavera del 387, la gracia regeneradora del Bautismo...
Agustín, santo, es admirable, incomparable. Con el alma «sedienta de Dios», vuelve a África, para hacer de su vida un cántico al Amor, a la Verdad y a la Belleza increados, un símbolo del arte de la contrición y del retomo... Iluminada su poderosa inteligencia por la fe consigue hallazgos tan sublimes como éste: «Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta descansar en Ti». Sacerdote u Obispo de Hipona, monje con sus «Clérigos», padre de los fieles, sol de la Iglesia, martillo de herejías, «Doctor de Doctores», escritor de más de mil libros —Confesiones, Ciudad de Dios… Agustín, durante cuarenta años, es todo espíritu. ¡Águila hasta la última hora —conturbada por el dolor de ver su Patria destruida por los bárbaros— en que se quiebra el ascua de su corazón al dulce peso del amor divino!...
Para su epitafio dejaba estas palabras: «Dios es la patria de mi alma».