17 DE AGOSTO
SAN JACINTO
DOMINICO (1185-1257)
EL nombre de San Jacinto ha sido pronunciado siempre con religiosa admiración, pues evoca la vida de uno de los más grandes misioneros y taumaturgos que ha tenido la Iglesia, y es cifra de todas las grandezas que pueden reunirse en un apóstol, en un civilizador. Su primer biógrafo le llama «espejo de religiosos, gloria de su Patria y ornamento de la Orden de Santo Domingo». Y no es excesivo el elogio.
Nacido en Grosstein —Silesia—, es juntamente con San Estanislao, el Santo nacional de Polonia. Su fama de milagroso le ha hecho también muy popular en varios países europeos, especialmente en España, donde las fiestas de su canonización —en 1597— revistieron la solemnidad de un acontecimiento nacional.
Las piedras preciosas y la flor purpúrea que llevan el nombre de jacinto, son como el símbolo del alma de fuego de este misionero singular, que al prestigio de la sangre —es hijo del conde Eustaquio Odrowaz, de la primera nobleza polaca — junta el de una grandeza de alma incomparable. ¡Corazón de ascua en pecho de santo, nombre de luchador y de apóstol! Como los héroes de su familia, como los magnates del Reino, ¡la gloria que podría dar a su Patria en la lucha contra el tártaro, con esa sangre ardiente! Se la dará en los altares, para los que ha nacido señalado con el ósculo de la elección divina...
Crece Jacinto en el castillo paterno de Grosstein entre arrullos de piedad e hidalguía. Su educación es, ni más ni menos, la de un caballero cristiano del Medievo. En las Universidades de Cracovia y Praga deja fama de virtuoso e inteligente. En la de Bolonia —donde se doctora en Derecho—, también. Vuelve a Polonia y abraza el estado clerical. Su virtud y ciencia le colocan sobre el pavés de la admiración, al ser nombrado canónigo de Cracovia y Vicario del Obispo. En 1218, nuestro Santo y su hermano Ceslao —que también será santo— acompañan a Roma a su tío Ives Odrowaz, Canciller del Reino, que acaba de ser promovido a la sede episcopal de Cracovia y. desea recabar la confirmación pontificia de su nombramiento. Para Jacinto y Ceslao es éste un viaje providencial que señala la hora cumbre de su vida.
En efecto: en Roma ven por primera vez a Domingo de Guzmán, cuya fama de santo llena toda Europa, y se sienten subyugados por el «fulgurante rostro» del gran Patriarca español. Éste les persuade a que abracen la Orden de Hermanos Predicadores. Y en marzo del mismo año, Jacinto, Ceslao, Herman y Enrique —los cuatro polacos—, reciben el hábito blanco de manos del propio Santo Domingo en el Capítulo del célebre convento de Santa Sabina. Seis meses más tarde los envía a misionar por Europa. Jacinto es el jefe de la apostólica expedición.
El mismo asombro que nos causa ver a San Pablo cruzando y recruzando mares, embarcado poco menos que en su fe, nos sobrecoge al contemplar a este misionero prodigioso, recorriendo —a pie, como Cristo— naciones enteras. Polonia, Prusia, Dinamarca, Suecia, Noruega, Rusia, Siberia, China, el Tibet, el Turquestán, Grecia, sienten sucesivamente sobre su suelo —ora cristiano, ora herético, ora infiel — la huella santa, evangelizadora y civilizadora de Fray Jacinto Odrowaz. ¿Cómo apuntar siquiera en el exiguo espacio que nos queda la órbita increíble descrita por este Astro del apostolado? Corazón abrasado de amor a las almas, rebosante de fe, su acción es dinámica, fogosa, eficaz hasta lo milagroso. Alma inquieta y soñadora, camina sin tregua ni reposo, predica a medio mundo, reúne discípulos, lucha contra la inmoralidad, la ignorancia. la idolatría, la tiranía; reduce a los «caballeros crucíferos», convierte al príncipe Daniel de Rusia, gana para la causa católica al gran Duque de Moscovia, Yaroslaw, funda nuevas cristiandades y conventos —entre otros, los de Frisach, Sandomir, Köenisberg y Kiev— En este último salva milagrosamente de un incendio los que más tarde serán sus atributos iconográficos: una custodia y una imagen de la Virgen.
¡Cuarenta años de apostolado! La cosecha ha sido inmensa. A ello ha contribuido en gran manera su ascetismo inconcebible, su fe, su devoción a María y, sobre todo, sus innumerables milagros, ya que se le considera como el Taumaturgo de su siglo. Solamente en su Bula de canonización se habla de más de mil milagros, entre los que se destacan, según los Bolandistas, más de veinte resurrecciones, el haber navegado varias veces sobre su manto —sobre su fe— y sus continuas comunicaciones con el mundo sobrenatural. En algunas imágenes de San Jacinto pueden leerse estas palabras que nos recuerdan los favores que a lo largo de su vida le dispensa la Virgen, su compañera inseparable: «Gaude, fili Hiacinte, præces tuæ gratæ sunt Fílio meo: Alégrate, Jacinto; tus oraciones han agradado a mi Hijo».
En 1218 salía el paladín de la Iglesia a conquistar para Dios el inmenso imperio de las almas. Treinta años después, vuelve a su Patria lleno de victorias, todavía joven y soñador en el espíritu, pero rendido en cuerpo a la fatiga y a los años. Vuelve, como un héroe, a ser coronado triunfalmente por sus conciudadanos.
Era el año 1257, cuando, habiendo dado a los hombres todo el zumo generoso de su caridad —fruto de vida exprimido en los divinos lagares— recibió San Jacinto la palma eterna.