12 DE AGOSTO
SANTA CLARA DE ASÍS
VIRGEN Y FUNDADORA (1194-1253)
LA galería hagiográfica femenina de agosto nos brinda hoy el encanto de esta deliciosa Florecilla de San Francisco.
Raras veces ha vibrado el franciscanismo con tan conmovedora suavidad y elegancia como a impulsos de la bellísima castellana Clara Favarone de Asís... La concreción más perfecta de su vida la da su propio nombre.
Poco antes de nacer la Santa —16 de julio de 1194—, su madre, como la Virgen Nazarena, recibe del Cielo este misterioso mensaje: «No temas, Ortolana, darás a luz una estrella que iluminará todo el universo».
Por eso le imponen en la pila el novísimo nombre de Clara. No puede llamarse de otra manera, porque todo en ella irradia claridad: clara su sangre —es hija de los Condes de Sasso Rosso— clara su cabellera rubia, sus ojos azules, su perenne y amable sonrisa, clara su inteligencia, clara su inocencia, clara su alma poética y soñadora, clara su virtud portentosa, clara la blanca paloma de su ideal santísimo, clara su palabra — «magisterio para todos» —, clara la florecilla de sus ingenuos milagros, clara la linfa de su alegría — ¡oh, el pozo de Santa Clara, de que habla la leyenda! —, clara toda su vida, más que la dorada ciudad de Asís, que la ha visto florecer, más que el valle de Espoleto, luminoso y feraz, más que esas colinas lejanas, suaves, ondulantes, casi irreales, que servirán de fondo para los cuadros de Perugino...
La Iglesia saluda a Santa Clara con el título de Matris Deo vestigium —imagen de la Madre de Dios—. Y es que en su existencia diáfana y pura no hay una sombra. «Toda su vida fue angélica —nos dice su compañera Sor Felipa—: siempre se la veía alegre, jamás turbada».
¡Toda su vida! Cuando Asís empieza a motejar de loco al milagroso Fratello, Clara es ya una niña con instintos de santidad. Oigamos a madona Bona de Guelfucio: «Amiga suya fui desde niñez... Benignísima, humilde y graciosa, atendía a todas las obras buenas. Mi lengua no sabe matizar las cosas infinitas de santidad que vi en ella». Juan Ventura —criado de su casa— nos recuerda que «Clara reservaba los manjares que le servían y los mandaba a los pobres». Por eso «todos los que la conocían antes de entrar en religión la veneraban grandemente».
«Oyendo hablar de Francisco —dice la leyenda—, deseaba verle y conversar con él». El Santo, a su vez, «codiciaba robar a todo trance al mundo tan noble presa para entregársela a su Señor». Se vieron y se hablaron. Francisco «destiló en los oídos de Clara los dulces esponsales de Cristo». Y la bellísima castellana, prendida en el misterio del Pobrecillo —¡qué sutil percepción la de los Santos!— le ofreció la purísima perla de su vida en la concha virgen de sus dieciocho años...
La mañana del Domingo de Ramos de 1212, Clara, «realzada su belleza con esplendor festivo», recibe la palma bendita en la Catedral de Asís, de manos del obispo Guido. El ramo seco y amarillo reverdece en sus manos de nieve. Milagroso símbolo: la misma noche celebra sus bodas con el divino Esposo en la capillita de la Porciúncula. Con gentil heroísmo deposita sobre el ara todos sus ornatos y viste el hábito de sayal. Francisco empuña la tijera. Dos suaves crenchas de oro —suprema oblación femenina— caen a los pies de la Virgen como dos espigas maduras. Luego, mientras el coro de los frailes canta el epitalamio de los místicos desposorios, Clara promete observar «todo el tiempo de su vida» pobreza, obediencia Y castidad...
Es asombroso seguirla desde ahora en su abnegación, en su ascensión vertical. ¡Qué viril energía la suya defendiendo una vocación que la familia Favarone reputa vil y bochornosa! ¡Qué fidelidad al acendrado espíritu franciscano! ¡Qué dulce firmeza frente a los mismos Papas!... Gregorio IX quiere que acepte la posesión de algunas rentas. Clara responde enérgicamente: «Padre Santo, desligadme de mis pecados, pero no de seguir a Jesucristo». A sus ruegos, Inocencio IV escribe de puño y letra el Privilegio de la Pobreza para las Clarisas. Y en 1255 —dos años después de su muerte— al elevarla a los altares, Alejandro IV le da el glorioso título de Duquesa de los humildes y Princesa de los pobres.
Clara es fundadora y abadesa, capitana de mujeres, genuina franciscana de la edad de oro de la Orden. ¡Qué rasgos más portentosos de amor divino, de humildad, de penitencia, de pobreza, de fervor eucarístico, que Dios premia con aquel estupendo prodigio, cuando los alárabes se retiran de Asís al ver a Clara portadora de la custodia santa! Durante cuarenta años mantiene viva la antorcha que Francisco le encomendara. Por ella el convento de San Damián se convierte en sol milagroso que irradia beatíficamente al alma femenina y da a la Orden de Damas Pobres increíble vitalidad.
Los últimos instantes de Santa Clara son de una claridad celestial, que culmina con la visión de Nuestra Señora, rodeada de un coro de vírgenes... Una alegría incomparable ilumina su rostro, mientras sus labios musitan quedamente: «Bendito seas Tú, Señor, por haberme criado».
El 12 de agosto de 1253 «pasó de esta vida al Señor madona Clara, verdaderamente clara sin mácula, sin oscuridad de pecado, a la claridad de la eterna luz».