19 DE AGOSTO
SAN MÁXIMO O MAGÍN
SOLITARIO Y MÁRTIR (+306)
DIGAMOS que el santo Copatrono de Tarragona históricamente hablando ha sido un hombre poco afortunado. Nadie, en efecto, ha logrado aún rehacer satisfactoriamente su ficha biográfica. Doménech —en su Historia de los santos catalanes— afirma que Magín era oriundo de Gascuña, y vástago de sangre real. En cuanto a su martirio, el cómputo más fidedigno —el adoptado por el Martirologio Romano— lo fija a 25 de agosto de 306. Es todo lo que sabemos con alguna certeza histórica, pese a los valiosos estudios de los Bolandos, de Flórez, de Pedro Serra y Potius, de Juan Serra, etc.
En cambio, su semblanza moral de santo y de héroe se ha proyectado en siglos de tradición y devoción popular.
Damos, pues, reducido a líneas desnudas y secas, el relato tradicional de la vida y triunfo de este Santo que, si no es español —¿quién lo sabe?— se forja en España y en España nace para la gloria.
Persecución de Diocleciano y Maximiano. ¡Gesta sublime y triunfal de los Mártires españoles! ¡Sangre de Hispania fecunda! ¡Áureas estrofas de Prudencio! Lo dirá el Padre Mariana con palabras de fuego:
«... ¿Cuántas burlas? ¿Cuántos azotes? ¿Cuántas cruces?... Si callara la humana lengua, la misma tierra, empapada en sangre de cristianos, hablaría; y que no se exceptuó lugar que, sirviendo de hoguera, no tenga las vivas y florentísimas cenizas de los Mártires».
En una cueva de las montañas de la Brufaganya, no lejos de Tarragona —capital de la España romana— vive, mirando al cielo, un místico de alma enardecida: un santo —héroe del silencio— que hace milagros. Se llama Máximo. La Historia —avara con él — le minorará hasta el nombre, y le llamará Magín. Su ejemplo es pasmo y aliento para los cristianos perseguidos. Una formidable aspereza de vida aplaca la sed de ascetismo y penitencia que hostiga su espíritu al sentirse desligado de las humanas ataduras. Treinta años ha que se enterró aquí en vida por amor a Cristo. Y jamás ha abandonado su retiro. Pero en esta hora de persecución, la caridad le saca de su escondrijo para convertirlo en adalid de sus hermanos en la fe...
La noticia llegó pronto a oídos del presidente —acaso fuera el «impiísimo» Daciano — el cual ordenó a sus esbirros que apresasen al Santo y lo llevasen inmediatamente a su tribunal. ¡Buena caza para el «lobo sangriento»! Ya está Magín ante el Presidente.
— ¿Eres tú el sacrílego encantador que predica la religión del Nazareno, contra lo que mandan los Emperadores? —le pregunta éste.
— No soy encantador ni sacrílego, pero sí cristiano verdadero; y no puedo, sin ofensa de Dios, obedecer tan impíos mandatos — responde Magín.
El Presidente, enfurecido por esta valiente declaración, manda arrojarle al punto en oscura ergástula y atormentarle con hambre y con frío, hasta que cambie de parecer. El Santo acepta la sentencia con serena alegría. ¿Pueden, acaso, excogitar algún castigo que él, instigado por el amor divino, no se haya impuesto voluntariamente en la cueva de la Brufaganya? Y, al fin, ¿qué más le da un antro que otro? ...
Este sacrificio —tan sencillamente heroico— no queda sin recompensa. Dios nranifiesta la santidad de su siervo devolviendo por su mediación la salud a la hija del tirano, enferma de gravísimo y desconocido mal, del que no han podido curarla con sus encantamientos los sacerdotes de Júpiter ni las sacerdotisas de Venus.
El prodigio provoca la conversión de muchos idólatras; mas no la del tirano, que, deseoso de complacer al Emperador, manda conducir de nuevo a la cárcel, cargado de grillos y cadenas, a quien tan señalado favor acaba de hacerle. Magín mantiene su actitud respetuosa y firme con una serenidad impresionante. Y aquella noche se repite en la prisión el milagro obrado en favor de San Pedro, en tiempo de Herodes Agripa: el antro se ilumina, se quiebran las cadenas, se abren solas las puertas. El Santo pasa delante de los centinelas sin ser visto, y, por la puerta del Carro —hoy llamada de San Magín— huye a su amada cueva de la Brufaganya. Allí ora:
«Señor mío Jesucristo, amor y esperanza mía: pues leéis en los corazones, sabéis que he deseado morir por Vos. Dadme ahora constancia y llevadme al cielo, Señor: sólo deseo alabaros eternamente en compañía de los ángeles y santos. Señor, os ruego por la Santa Iglesia, afligida y perseguida. Señor, no olvidéis a los fieles devotos que de mí hagan memoria...».
Fue corta, aunque vibrante, su oración. El Presidente, burlado, despachó guardas con orden de darle muerte cruel. Postrado estaba aún, cuando se sintió brutalmente sacudido. Sin respeto a sus canas, le apalearon primero y arrastraron luego sobre las peñas, degollándole al fin.
La leyenda ha conservado dos milagros de añejo y delicioso sabor: el de la fuente milagrosa que el Mártir hizo brotar en el torrente del Gayá para apagar la sed de sus verdugos, y el de las rosas nacidas en los lugares regados con su sangre, cuyos pétalos estaban pintados de manchas purpúreas.
De esta manera tan sencilla, sin ruidos ni protocolos judiciales —mártir casi anónimo—, vive y muere para Cristo San Magín. Es la violeta escondida que huella el caminante…