domingo, 23 de junio de 2024

DÍA VIGÉSIMO CUARTO. MES DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS CON STA. MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE

 


DÍA VIGÉSIMO CUARTO

 

MES  DEL

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

extractado de los escritos de la

B. MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE

 

ORACIÓN PARA COMENZAR  TODOS LOS DÍAS:

Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en la presencia de Dios, adoremos su majestad infinita, y digamos con humildad:

 

OFRECIMIENTO AL PADRE ETERNO.

Oración de Santa Margarita María Alacoque

 

Padre eterno, permitid  que os  ofrezca el Corazón de Jesucristo,  vuestro  Hijo muy  amado, como se ofrece Él mismo, a Vos  en sacrificio. Recibid  esta ofrenda por mí, así como por todos los deseos, sentimientos, afectos  y actos de este Sagrado Corazón. Todos son  míos, pues Él se inmola por mí,  y yo no quiero tener en adelante otros deseos que los suyos. Recibidlos para concederme por  sus méritos todas las gracias que me son necesarias, sobre todo la gracia de la perseverancia  final. Recibidlos como otros tantos actos de amor, de adoración y alabanza que ofrezco a vuestra  Divina Majestad, pues por el Corazón de Jesús sois dignamente honrado y glorificado. Amén.

 

Se meditan los textos dispuestos para cada día.

 

DÍA VIGÉSIMO CUARTO

 

Santos rigores del amor divino

Este único amor de mi alma me hizo ver en Él dos santidades; la una de amor y la otra de justicia, las dos muy rigurosas en su manera, las cuales me dio a entender que se ejercerían continuamente sobre mí. La primera, me haría pasar una especie de purgatorio muy doloroso, para aliviar a las almas en él detenidas, a las cuales permitiría, o querría él se dirigiesen a mí. En cuanto a su santidad de justicia, tan terrible y aterradora para los pecadores, me haría sentir el peso de su justo rigor, haciéndome sufrir por ellos, «y en particular, me dijo, por las almas que me están consagradas, te haré ver y comprender en adelante, lo que conviene sufras por mi amor».

«En los primeros ejercicios que se siguieron a mi profesión, los dos primeros días esta santidad divina dejó caer su peso sobre mí, impresionándome tan fuertemente que me ponía incapaz de hacer oración, no pudiendo soportar el dolor interior, que padecía. Sentía una vergüenza tal, y un dolor tan grande de parecer delante de Dios, que, si el mismo poder que me hacía sufrir, no me hubiese sostenido, hubiese querido, a estar en mi mano, abismarme, destruirme y confundirme mil veces. A pesar de todo, no podía apartarme de esta divina presencia; me perseguía en todo lugar, como a una criminal, sentenciada a recibir su condena, pero sentía una sumisión tan grande al querer divino, que siempre me hallaba dispuesta a recibir todas las penas y dolores, que quisiese enviarme, con la misma alegría, que, si fuese la suavidad de su amor» Una vez, después de haber sufrido largo tiempo bajo el peso de la santidad de Dios, perdí la voz y las fuerzas. Tenía tal confusión de presentarme delante de las criaturas, que hubiese encontrado la muerte muy dulce, por evitarlo. La sagrada comunión me era tan dolorosa, que me sería difícil expresar la pena que tenía, cuando me acercaba a comulgar y como no me era permitido dejarla, por ser el mismo que me hacía padecer este estado, el que me prohibía alejarme. Podía decir con el Profeta, que mis lágrimas me servían de pan noche y día. Jesucristo en el Santísimo Sacramento, que era todo mi refugio, me trataba con tanta indignación, que padecía una especie de agonía y no podía estar en este estado, sino haciéndome una continua violencia. En los tiempos libres iba a postrarme a sus pies, y le decía: ¿Dónde queréis que vaya? ¡oh divina justicia! si en todo lugar me acompañáis. Entraba y salía sin saber lo que debía hacer y sin encontrar otro reposo que el del dolor.

Otra vez sentí tan impresa en mi la santidad de mi Dios, que me parecía no tenía ya fuerzas para resistirla, y únicamente le decía estas palabras; «Santidad de mi Dios ¡cuán temerosa sois para las almas criminales!» Otras veces le decía: «Mi señor y mi Dios, sostened mi flaqueza, para que no sucumba bajo este enorme peso de mis innumerables crímenes, por los cuales he merecido todo el rigor de vuestra justicia». Me dijo estas palabras solamente: «No te hago sentir sino una pequeña muestra; porque las almas justas la detienen, para que no caiga sobre los pecadores».

Al salir de una cruel enfermedad, de que se curó a la voz de la obediencia, la Beata escribía: «Mi cruz fue cambiada por una interior, la cual os confieso no podría sostener largo tiempo, si la misma mano que me aflige, no fuese mi fortaleza, porque me parece, que su santidad de justicia me ha hecho sentir una pequeña muestra del infierno, o mejor dicho, del purgatorio; puesto que no había perdido el deseo de amar a Dios. No puedo expresar con claridad esto; porque no acierto a decir lo que sentía en mí; únicamente os diré, que estaba como una persona en agonía, a quien arrastrasen con cuerdas al lugar de sus deberes, que son nuestros ejercicios. No sentía en mí ni espíritu, ni voluntad, ni imaginación, ni memoria; todo se había alejado de mí de tal manera, que no sentía ningún vigor; y todas mis penas se imprimían tan vivamente en mí, que me penetraban hasta la médula de los huesos. En una palabra, todo sufría en mí, y no sentía ya más que una entera sumisión a la voluntad de Dios, cuyos designios adoraba. Pero como me es imposible deciros el resultado de esta disposición, ni cuánto ha pasado, os digo solamente, que me representaba como un pequeño reflejo y participación, de lo que sufrió nuestro Señor en el Huerto de los olivos, y así decía con Él: «Cúmplase vuestra voluntad y no la mía, Dios mío, aunque me cueste la vida.» Estando resuelta a sufrir hasta el fin, con el socorro de su gracia».

En otra parte la Beata dice así: «Esta santidad de amor me estrechaba tan fuertemente a sufrir, para corresponder a su amor, que todo mi descanso era sentir mi cuerpo agobiado de sufrimientos, mi espíritu en toda clase de aflicciones y todo mi ser en las humillaciones, desprecios y contradicciones. Estas no me faltaban por la gracia de Dios y ella hacía que no estuviese un momento sin padecer interior y exteriormente. Cuando este alimento diario disminuía, era para venir sobre mi otro, por medio de la mortificación. Mi natural sensible y orgulloso me proporcionaba bastantes ocasiones. Mi Soberano Maestro no quería perdiese ninguna y cuando esto me sucedía, por huir de la gran violencia que tenía que hacerme para vencer mis repugnancias, me costaba bien caro. Cuando quería alguna cosa de mí, me instaba tan vivamente, que no me era posible resistir y el haberlo querido hacer algunas veces, me ha hecho sufrir sobremanera. Me llevaba por todo lo que era más opuesto a mi natural, y contrario a mis inclinaciones y en oposición a ellas me hacía caminar sin cesar».

 

Santos temores de la Beata

Este párrafo de una carta de la Beata a la Madre de Saumaise nos pinta las disposiciones de crucifixión, en que nuestro Señor se complacía en tener algunas veces, para poner a prueba su amor.

«Preciso será deciros algo de vuestra pobre hija, que os ama más que nunca. La creo llena de sufrimiento y de pena; está sin socorro, ni remedio, ni otro recurso, que el divino Corazón. Me he hecho indigna de sus favores por mis ingratitudes e infidelidades, aunque Él no desiste en ser para mi más misericordioso y liberal que nunca; esto aumenta mi tormento; porque no sé si es el enemigo el que atormenta mi pobre corazón, con este doloroso pensamiento, de que todo es para perderme, puesto que Dios no hace tantas gracias a una criatura tan mala, que ha llevado una vida tan criminal, y que con sus vanas hipocresías ha engañado a las criaturas y en particular a las que la dirigen. En medio de estas agitaciones mi vida me es representada en un cuadro tan admirable, que, aunque no pueda discernir nada en particular, me parece no podría soportar su vista largo tiempo, sin morir de dolor, si no me sintiese al mismo tiempo fortificada y rodeada de un poder invisible, que disipa estas furias infernales, las cuales no pretenden otra cosa, que quitarme la paz del corazón, como nuestro Señor me lo ha dado a entender, si no me engaño. Otras veces me viene al pensamiento, que ésta es una falsa paz, que proviene del endurecimiento en que se halla mi corazón insensible a su propia desgracia. Pero ¡ay! mi buena Madre, ¿será posible que este amable Corazón tenga valor de privar al de su indigna esclava de amarle eternamente? Decidme, os suplico, para mi consuelo, lo que os parece.»

 

Lo que es el pecado a los ojos de Dios

Mi divino Maestro me dio un día esta lección: «Sabe, me dijo hablándome de una falta que hice, que soy un Maestro santo, que enseña la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la menor mancha. Yo te haré ver, que no puedo soportar las almas tibias y flojas, y que, si soy dulce para soportar tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir y castigar tus infidelidades». Esto lo he experimentado toda mi vida; porque puedo decir, que no me dejaba pasar la menor falta, donde hubiese siquiera un poco de voluntad o negligencia, sin que me reprendiese y castigase, aunque siempre con su bondad y misericordia infinita. Confieso, no obstante, que nada me era tan doloroso como verle, por poco que fuese, disgustado conmigo. Todas las otras penas eran nada, comparadas con ésta.

Una aparición de nuestro Señor, cargado con su cruz y todo cubierto de llagas, contribuyó a imprimir más vivamente en el corazón de la Beata el horror al pecado.

«Empecé, dice, a comprender mejor la gravedad del pecado, el cual detestaba tan fuertemente mi corazón, que hubiese querido mil veces mejor precipitarme en el infierno, que cometer uno solo voluntariamente. ¡Oh maldito pecado cuán detestable eres por la injuria que haces a mi soberano Bien! A la verdad, este amado mío da un terror tal a mi alma, que querría mejor verla entregada al furor de todas las furias infernales, que manchada con un solo pecado por pequeño que fuese.

«Por grandes que sean mis faltas, este único bien de mi alma no me priva jamás de su divina presencia, según me lo ha prometido. Pero me la muestra tan terrible cuando le he desagradado en alguna cosa, que no hay clase de tormento que no me fuera más dulce y al cual no me sacrificase mil veces, antes que soportar esta divina presencia y aparecer ante la santidad de Dios, teniendo el alma manchada con algún pecado. Hubiese querido ocultarme en este tiempo y alejarme, pero todos mis esfuerzos eran inútiles, encontrando en todas partes, aquello mismo de que huía, con tan terribles tormentos, que me parecía estar en el purgatorio; puesto que todo sufría en mí, sin consuelo alguno ni deseo de buscarlo, lo cual me hacía decir alguna vez en mi dolorosa amargura: «¡Cuán terrible es caer en las manos de un Dios vivo!» De esta manera purificaba todas mis faltas, cuando no, era bastante pronta y fiel en castigarme yo misma.

«Pero ¡ay! qué podré yo sufrir que iguale a la enormidad de mis crímenes, que me tienen continuamente en un abismo de confusión, desde que mi Dios me ha hecho ver la horrible figura de un alma en pecado mortal, y la gravedad del pecado que, injuriando a una bondad infinitamente amable, ¿le es en extremo afrentosa’? Esto me hace sufrir más que las demás penas, y quisiera con todo mi corazón haber empezado a padecer, todas las debidas a los pecados cometidos, para que me sirviesen de preservativo, y me hubiesen impedido cometerlo aun cuando supiese que mi Dios por su misericordia infinita me los perdonaba, sin que padeciese esas penas».

 

Acto de puro amor

Escuchad ¡oh amable Corazón de mi Señor Jesucristo! la súplica que os hago y que os presento, aunque indigna y miserable pecadora, en la que os pido mi conversión verdadera. Detesto el pecado con tanto horror, que preferiría mil veces ser abismada en el infierno, que volver a pecar; y si queréis condenarme a ser abrasada entre llamas, que sean las de vuestro puro amor, donde me abrase sin reserva. Abismadme en esta ardiente hoguera en castigo de todas mis perfidias.

Si el exceso de vuestra bondad os incitara. a hacerme aún alguna gracia, no os pido otra que ese suplicio de amor. Haced, os suplico, que me consuma para ser trasformada en Vos, y para vengaros de que no os he amado por amarme desordenadamente a mí misma; atravesad mil y mil veces mi inquieto corazón con el dardo de vuestro puro amor, para que no pueda ya contener nada terreno ni humano, sino únicamente la plenitud de vuestro amor, que no me deje ya más libertad que la de amaros, sufriendo y cumpliendo en toda vuestra santa voluntad. Estas son las gracias que os pido ¡oh amable Corazón! para mí y para todos los corazones capaces de amaros, los que os ruego vivan y mueran en este mismo amor» Así sea.

 

 

PARA FINALIZAR

***

Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.

Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía.

Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.

Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros.

Santa Margarita María de Alacoque, ruega por nosotros.

Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.

 

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¡Querido hermano, si te ha gustado esta meditación, compártela con tus familiares y amigos!

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Ave María Purísima, sin pecado concebida.