lunes, 17 de noviembre de 2025

18 DE NOVIEMBRE.- SAN ROMÁN, DIÁCONO Y MÁRTIR (+303)

 


18 DE NOVIEMBRE

SAN ROMÁN

DIÁCONO Y MÁRTIR (+303)

CONOCEMOS Veintiocho Santos con el nombre de Román. Éste que hoy celebra la Iglesia —diácono sirio martirizado en tiempos de Galerio— es el que más culto tiene en España. Y hay porqué. Prudencio le dedicó el Himno X del Peristephanon, largo y vehemente poema de más de mil versos. Zaragoza —según tradición— venera reliquias suyas desde los primeros siglos. Zurbarán llevó al lienzo su figura, representándolo revestido de capa pluvial, con un libro abierto en la mano izquierda, y ofreciendo con la diestra su lengua cercenada —atributo personal en casi todas las escenas pictóricas— al niño Bárulas. Además, el triunfo de este glorioso Mártir es viva evocación del de aquel Invictísimo diácono de la Iglesia Romana que nació en Huesca y se llamó Lorenzo. Émulos en el diaconado, en la «fidelidad armada», pródiga de su propia sangre —próprii cruoris pródiga—, en la elocuencia irrestañable, en el espíritu gigante, en la fe incólume, en el martirio atroz, en la postura de cristiano estoicismo, delicadamente socarrón, ante la muerte...

El citado Himno de Prudencio —precioso en todos los conceptos— constituye casi la única fuente de noticias que hoy queda sobre el martirio de San Román. Lorenzo Riber, comentándolo, dice: «Más que un himno, es un drama. Un drama a lo Séneca, en que en lugar de pasiones hay razonamientos, y en vez de conflictos hay milagros. Las personas de este drama son: Román, el protagonista; Asclepíades, el juez; un niño y su madre, y el médico Aristón. Como en las tragedias de Séneca, el pueblo está ausente... Esta pieza martirológica bien pudiera preludiar el teatro religioso de la Edad Media».

Galerio —immitis, atrox, asper, implacábilis— promulga un decreto imponiendo la negación de Cristo a quien quiera continuar con vida. Román —héroe de fuerte constancia— corre a dar la voz de alerta a los «hermanos» de Antioquía y alentarlos para el combate. La grey cristiana —hueste impertérrita— se une en un solo espíritu. Román es acusado como cabecilla de aquella «multitud rebelde» que «arde en audaz pertinacia» y brinda obstinadamente el cuello a las espadas. Se le detiene para que él sólo defienda la causa de la turba. Va sin titubear, «adelantándose a las crueles artes del lictor»? Helo en presencia de Asclepíades.

— ¡Oh Prefecto!, acepto y no rehúso padecer yo solo por todo el pueblo.

— Azotadle, pues, las espaldas con una granizada de látigos, y la cerviz, golpeada con plomo, quede en carne viva. Padezca conforme a su rango.

Román, vareado, se define:

— Mi única nobleza es la que me confiere la sangre de Cristo.

Y luego, en verdadero «aluvión de caldeada elocuencia», hace la burla más sarcástica de los dioses del paganismo.

— ¡Por Júpiter! ¿Qué es lo que oigo? —grita Asclepíades con ira taimada y farisaico escándalo—. Despreciar los templos es despreciar al Emperador.

—Nunca obedeceré a quien me ordene la iniquidad — responde el Mártir.

Los sayones lo suspenden en vilo y comienzan a «arar su cuerpo por las vías recientes de las cicatrices». Pero el Héroe no se altera, ni su fe se nubla, ni la lengua cesa en su ironía mordaz. Asclepíades manda golpearle en la boca.

Román entona un canto a la Cruz con palabras empapadas en sangre. Y aún osa proponer a Bárulas —niño de siete años— como árbitro imparcial e inocente en la encrespada discusión.

—Ya ni los niños creen que haya muchas clases de dioses — responde como un teólogo Bárulas con su boquita de leche —lactentis ori

— ¿Quién te ha enseñado esas cosas? —le dice atónito el tirano.

—A mí, mi madre, y a ella, Dios. El infantito es vareado con vergas. Los fieros verdugos lloran mientras le azotan. Sólo la madre severa —torva mater— permanece contumaz en el dolor. Con un beso prolongado se despide de él — Vale, ait, dulcíssime!—, y cuando el sayón hiere la tierna cerviz, para que el niño lo repita, entona este verso: Ego servus tuus et fílius ancillæ tuæ...

Tras esta escena desgarradora de heroísmos y ternuras, la pasión de Román recomienza. Primero es arrojado a la hoguera, «bestia crepitante». Una lluvia milagrosa apaga el fuego, hasta el fómite. El Juez, perturbado con ira implacable, grita: «¿Hasta cuándo se burlará de mí este mago hechicero?». Y ordena la mutilación, para que vaya gustando tantas muertes cuantos miembros posee. Al médico Aristón le encarga arrancarle de raíz la lengua —plectro del paladar—, «que es en este hombre —dice— peor que todo el cuerpo». Pero el Mártir afásico sigue hablando con ímpetu verboso: «Nunca faltó la lengua a los que confiesan a Cristo». Al fin, viendo próximo el término de sus males y la glorificación del martirio, Román da por terminado aquel «certamen de elocuencia»: Sed jam silebo. Y Asclepíades dice: «No callará de otra manera la voz inquieta del charlatán más que rompiendo la trompeta». Y manda encerrar al Mártir en las pestilentes tinieblas de la cárcel. Allí estranguló con un cordel el lictor infame el cuello de Román. Así terminó su martirio. El alma, libre de vínculos, voló al cielo. Y el Ángel del Señor archivó sus palabras y sufrimientos. No pasó sin anotar ni una gota de sangre. Toda esta epopeya —termina Prudencio— quedó registrada en los anales celestes que el sempiterno Juez habrá de leer algún día...