17 DE NOVIEMBRE
SAN GREGORIO TAUMATURGO
OBISPO DE NEOCESAREA (210-270)
SE ha dicho que el Cristianismo no envejece. Tampoco envejece la virtud que Io vivifica. Los Santos —esas «lecciones vivas en las que Dios prolonga el milagro de la Redención»— no pasan; son siempre «de hoy». Gregorio Taumaturgo igual que Pío X. Por eso el agua de diecisiete centurias no ha podido borrar su huella firme y rectora, ni diluir el influjo poderoso y bienhechor de su maravillosa taumaturgia, y, menos aún, la razón de la misma: la fe y santidad del hombre que «ofreció al mundo un vivo y claro reflejo de la doctrina evangélica».
De las páginas de sus propios escritos y de los informes trasmitidos por San Jerónimo, San Gregorio Niseno, San Basilio, Rufino y Eusebio de Cesarea, salta fresca la vívida historia que hizo vibrar de entusiasmo religioso a todo un pueblo, cuando la voz del Santo —hecha fe — trasladó una montaña de su sitio; porque en él se cumplió a la letra aquella promesa de Jesucristo: «Tened la fe de Dios. De cierto os digo que cualquiera que dijese a este monte: ¡Quítate y échate en el mar!, y no dudare en su corazón, más creyere que se hará lo que dice, así sucederá».
Gregorio era de Neocesarea del Ponto —Niksar—, y antes de su conversión se llamaba Teodoro, don de Dios. Nació hacia el 210. Su familia, pagana y distinguida, quiso que estudiase Leyes, y lo inició desde muy niño en la lengua latina, la Retórica y el Derecho romano. A los catorce años murió su padre. «Sin este suceso —nos dirá él mismo— no creo hubiese llegado a conocer al Verbo verdadero y saludable». Teodoro pudo entonces realizar una de sus más acariciadas ilusiones: trasladarse a Beyruth, para completar allí su formación. Le acompañaron su hermano Atenodoro y una hermana, que debía reunirse con su marido en Cesarea de Palestina...
Pero en Cesarea le esperaba Orígenes. Le esperaba Dios. Teodoro y Atenodoro, impulsados por un instinto sobrenatural, se acercaron a la cátedra del gran filósofo cristiano, «que nos recibió —dice Gregorio— como a enviados por la Providencia, para que, por dicha nuestra, cayésemos en las amorosas redes de Jesucristo». Orígenes comprendió, efectivamente, el valor de aquellos espíritus claros, sedientos de luz verdadera, y los alimentó con el aceite de su ciencia y de su fe. En las obras del Santo puede verse el magnífico ciclo de estudios que siguió bajo la dirección de tan experto piloto — «hombre divino que puso una centella en mi alma» — cuyo colofón fue este consejo áureo: «Emplea el talento que Dios te ha dado en defender su santa Religión, y para ello procura unir la oración al estudio». Era, ni más ni menos, el ora et labora, el laus y el opus Dei, el bello ideal de los futuros monjes. De la dialéctica pasó a la física, a las matemáticas, a la moral — «que parecía estar encarnada en su mismo maestro» —, a la filosofía, a la teología, a la Escritura Santa. El jurista se convirtió en teólogo; el teólogo en creyente; el creyente, en cristiano; el cristiano, en santo. Orígenes, al tener que alejarse de Cesarea para huir de la persecución decretada por Maximino Tracio -235 a 238envió a su caro discípulo a la Escuela de Alejandría. Allí —siendo aún catecúmeno— obró Dios el primer milagro por las manos del que había de pasar a la historia con el nombre de Taumaturgo por antonomasia. Una mala mujer quiso difamarle, y al instante quedó poseída del demonio. El Santo hizo oración por ella. Un nuevo prodigio la libró del maligno espíritu.
Aquella infamia y aquellas maravillas fueron el toque definitivo de la Gracia. Teodoro volvió a Cesarea, recibió el Bautismo, cambió su nombre por el de Gregorio —el vigilante— y, encaminándose a su Patria, fue a esconderse a un desierto próximo a Neocesarea. Sus conciudadanos tuvieron revelación del tesoro que Dios les enviaba. Fedimo —metropolitano del Ponto— le forzó a aceptar el título de obispo, consagrándole de su mano en 240. ¡Qué diócesis la suya! Una Ciudad enteramente pagana en la que Cristo contaba unos pocos servidores. Pero Gregorio fue luz de aquellas gentes. Su homónimo de Nacianzo le llamará «teófano», es decir, revelador de Dios. San Juan Evangelista le inspiró el tema de sus instrucciones, que él sintetizó en un célebre Símbolo. Su conducta era norma para todos. «Nunca la ira alteró su carácter dulce Y apostólico» — dice San Basilio — Y los milagros eran la confirmación de la doctrina que predicaba. A cada paso un prodigio; a cada palabra una conversión. Al influjo de su oración, una montaña se retira para dejar sitio a una iglesia. Ante su báculo pastoral, un río desbordado se detiene, y un lago se seca, terminando así el pleito entre dos hermanos. Un judío se finge muerto, para explotar la caridad del Santo, pero no vuelve ya a la vida. En Comana le piden un obispo. Él les señala a un mendigo: era San Alejandro el Carbonero. Durante la persecución de Decio, Dios le libró de una muerte cierta haciéndole invisible...
Cuando le llegó la hora del reposo eterno —270— preguntó cuántos paganos quedaban en Neocesarea, Diecisiete, le dijeron. «Esos eran los cristianos que había cuando me encargué de su gobierno». Pero este triunfo no le ensoberbecía: «Sepultadme en la fosa común. No pongáis en ningún lugar el nombre de Gregorio. Deseó una herencia que no levante sospechas de haber estado yo apegado a alguna cosa de este mundo».