20 de julio. San Jerónimo Emiliani, confesor
20 de julio. San Jerónimo Emiliani, confesor
Jerónimo, natural de Venecia, de la familia patricia de los Emiliano, inició desde su juventud la carrera de las armas y se encargó, en tiempos críticos para la república, de la defensa de Castelnuovo, cerca de Quero, en los montes de Treviso. Sus enemigos tomaron la ciudadela y le arrojaron, con los pies y manos encadenados, a una horrible prisión. Viéndose privado de todo auxilio, acudió a la Santísima Virgen, la cual oyó sus oraciones, se le apareció, rompió sus cadenas y le condujo salvo hasta la vista de Treviso, pasando entre los enemigos. Una vez en la población, colgó del altar de la Madre de Dios, a la cual se había consagrado, las esposas y las cadenas que había traído. De vuelta a Venecia, se dedicó al servicio de Dios, y trabajó con celo admirable para los pobres, principalmente con los niños huérfanos que andaban errantes, y faltos de todo lo necesario. Alquilando locales para recogerlos, los alimentaba con sus propios recursos y los formaba en las costumbres cristianas.
Desembarcaron a la sazón en Venecia el bienaventurado Cayetano y Pedro Carafa, -más tarde el Papa Paulo IV-. Aprobaron el espíritu que animaba a San Jerónimo, y su obra encaminada a recoger a los huérfanos; y le condujeron al hospital de incurables de la ciudad, donde su caridad se ejercitaría educando y sirviendo a los huérfanos. No tardó, aconsejado por ellos, en dirigirse al continente donde erigió orfelinatos; primero en Brescia, y después en Bérgamo, y Como; Bérgamo fue donde más desplegó su celo, pues, además de dos orfelinatos, uno para niños y otro para niñas, abrió (cosa nueva en aquellos lares) una casa para albergar a las mujeres de vida airada que se convirtieran. En Somasca, aldea de Bérgamo, en los confines de los dominios de Venecia, fundó una residencia para sí y para lo suyos, y en ella organizó una congregación que ha tomado del lugar el nombre de Somasca. A medida que fue extendiéndose, para mayor provecho de la sociedad cristiana, se dedicó también a iniciar a los jóvenes en el estudio de las letras y a formarles en las buenos costumbres, en colegios, academias y seminarios. El Pontífice San Pío V admitió esta congregación entre las Órdenes religiosas, y otros Pontífices la enriquecieron además con privilegios.
Sólo pensando en los huérfanos que se proponía recoger, se dirigió a Milán y a Pavía; en estas ciudades, merced a favores, procuró a una multitud de niños, albergue, provisiones, vestidos y maestros. De vuelta a Somasca, consagrándose a todos, no retrocedía ante trabajos que pudieran ser de provecho para el prójimo. Se mezclaba con los campesinos durante la cosecha, y mientras les ayudaba en sus trabajos, les explicaba los misterios de la fe. Cuidaba a los niños con una paciencia que llegaba hasta limpiarles la cabeza cubierta de tiña; curaba las más repugnantes llagas de los campesinos, y parecía estar dotado de la gracia de curaciones. Se retiró a una cueva del monte Somasca, y castigando su cuerpo con disciplinas, permaneciendo en ayunas durante días enteros, pasando en oración la mayor parte de la noche y permitiéndose sólo un breve sueño sobre la dura piedra, lloraba sus pecados y los ajenos. Al fondo de aquella cueva, brotó una fuente de la peña viva. Una constante tradición atribuye su aparición a las oraciones del Santo; hasta nuestros días ha manado sin interrupción, y el agua que allí nace, llevada a diversos países, cura a muchos enfermos. Habiéndose, por último, propagado una epidemia en aquel valle, Jerónimo la contrajo mientras se entregaba al cuidado de los apestados y cargaba los cadáveres sobre sus espaldas para conducirlos al lugar de la sepultura. Su preciosa muerte, que él había anunciado con alguna anticipación, ocurrió en el año 1537; así en la vida como en la muerte, fue célebre por sus muchos milagros. Benito XIV le beatificó, y Clemente XIII le inscribió entre los Santos.
Oremos.
Oh Dios, Padre de las misericordias, concédenos por los méritos e intercesión del bienaventurado Jerónimo, que quisiste fuera el protector y padre de los huérfanos, que guardemos con toda fidelidad el espíritu de adopción por el cual nos llamamos y somos hijos tuyos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.