18 DE JUNIO
SAN EFRÉN
DIÁCONO Y DOCTOR (306-375)
LAS noticias que han llegado hasta nosotros acerca de la vida de San Efrén son escasas e inciertas; pero su gran figura —le Iglesia le llama «Profeta de los sirios, Maestro del Orbe y Cítara del Espíritu Santo»— se trasparenta en todas sus obras. Sus escritos son el dibujo de su contextura espiritual, el índice exacto de su alma: tan ingeniosa siempre, tan inquieta, tan soñadora, tan austera, tan sencilla, tan enamorada de lo grande, de lo bello, de lo ideal, de lo santo...
Un día —probablemente del 370— Efrén, acuciado por el deseo de conocer a San Basilio, cuyo nombre llenaba la Cristiandad, se encaminó a Cesarea de Capadocia. Él mismo nos da cuenta de su entrevista con 'el gran Doctor:
— « ¿Eres tú Efrén, el que ha inclinado noblemente la cabeza y ha llevado el yugo del Verbo salvador? —me dijo.
— »Sí, soy Efrén, corredor perezoso del hipódromo celeste —le respondí.
»Entonces aquel hombre divino, poniendo la mano sobre mí, me confirmó con un santo abrazo y me dio los alimentos de su alma fiel, comida de doctrina incorruptible y de pensamientos inmortales. Y le dije llorando:
» ¡Oh padre mío, guárdame de mi debilidad y de mis negligencias; dirígeme por el camino recto; el Dios de las inteligencias me ha traído hasta ti para que seas mi médico. Detén mi navío en la onda del reposo!».
Estas últimas palabras parecen el grito angustioso de un hombre agitado por el huracán de todas las inquietudes. Y son ciertamente reveladoras, pues su vida toda se ha reducido a una continua lucha por conciliar dos voces aparentemente antagónicas que, aún ahora, a sus setenta años, siguen gritándole en el alma: soledad y apostolado.
Nacido en Nísibe de Mesopotamia, durante el reinado de Constantino, abraza desde niño la vida monástica y, pobre entre los pobres, no tiene otro tesoro que la bondad de su corazón. Más tarde podrá gloriarse, en medio de su humildad, de no haber discutido nunca, ni hablado mal de nadie. Pero la voz de la soledad no ahoga en él la de la caridad. Por eso, cuando Nísibe es sitiada por Sapor II de Persia, Efrén no duda en abandonar su retiro para desplegar entre sus conciudadanos una actividad salvadora con su beneficencia y consejos. No es la primera vez, ni será la última, que deja temporalmente la soledad para dedicarse a obras de celo. Ya en el 325 acompañara a su obispo, Santiago, al Concilio de Nicea. También ha regentado una escuela en su Ciudad natal, por indicación del mismo Prelado. Y es que Efrén se expresa con tal sabiduría cual si Dios hablase por su boca. Nadie sabe dónde ha estudiado. Sin duda ha bebido su ciencia en la oración, en la meditación, en el desprecio y abandono del mundo, en la lectura asidua de la Escritura Sagrada y de las Actas de los Mártires. De este modo ha aprendido a conocer a Dios con toda su justicia y misericordia y a la Religión con toda su verdad y su virtud salvadora.
Mas no es sólo eminente en luces y genio: lo es, sobre todo, por la perfecta pureza e integridad de su vida. San Juan Crisóstomo le llama «despertador de espíritus pusilánimes, consuelo de los afligidos, disciplina y enseñanza de la juventud, espejo de los monjes, maza poderosa de la fe, aposento de todas las virtudes y morada del Espíritu Santo».
Por la paz de Joviniano, Nísibe es cedida a los persas, en 363. Efrén, con la mayor parte de los cristianos nisibenos, busca asilo en territorio romano. Los diez últimos años de su vida los pasa en Edesa, donde recibe el diaconado —nunca quiso ordenarse de sacerdote, por humildad— y escribe casi todas su; obras. En un monte cercano a la Ciudad vive santamente dedicado a la ascesis, si bien, a las veces, quebranta su amable reclusión para practicar el apostolado de la caridad o de la enseñanza.
Entretanto, el raudal cristalino de su poesía celestial ha empezado a aclarar la turbia corriente de las herejías. No escribe grandes tratados: versos sencillos, recamados de hermosas metáforas, sin especulaciones dogmáticas ni filosóficas, en los que el pueblo halla un estupendo antídoto contra las doctrinas de Manes, Aecio, Marción, Arrio y Apolinar. El nombre de Efrén raya tan alto, que en muchas iglesias se leen sus composiciones después de los Sagrados Libros. Sus «Comentarios. de la Escritura» y sus «Himnos fúnebres» parecen divinamente inspirados. No se pueden leer sin emoción. Su alma —«cítara del Espíritu Santo»— vibra con más suavidad aun cuando celebra las glorias de Cristo y de la Virgen: «Vos y vuestra Madre — le dice al Señor— sois enteramente hermosos: ni en ti, oh, Cristo, hay mancha, ni mancilla alguna en tu Madre».
Temiendo, con razón, ser venerado después de su muerte, prohíbe —¡qué humildad y qué santidad revela esta sola cláusula! — ostentar pompa en sus funerales, guardar sus hábitos como reliquias y sepultarle en la iglesia. «No me enterréis, oh edesanos, en vuestros monumentos, ni cerca del altar, ni a la sombre de la casa del Señor... Llevadme con la túnica y el manto que usaba ordinariamente; acompañadme con himnos y salmos, y haced ofrendas por mi alma». Pero los edesanos no respetaron la prohibición del Santo, y hasta se atrevieron a decirle con sus mismas palabras: «Tú has vencido el sueño con la vigilia y el ayuno; tú has domeñado las pasiones con la penitencia; tú te has ofrecido todo entero a Dios como una víctima... ¡Tú no has muerto: tú reposas en Cristo!».