26 DE ABRIL
SAN ANTONIO DE RÍVOLI
MÁRTIR EN TÚNEZ (1423-1460)
¿QUIÉN no ha tenido en su vida un desvarío? ¿Quién no ha vuelto alguna vez atrás en el camino del bien y desanduvo lo andado? ¿Quién no ha sufrido, siquiera momentáneamente, el eclipse de la verdad en su alma? El caso de San Agustín —arquetípico, clásico— se nos viene a los puntos de la pluma. Pero no es único: la historia de los Santos redunda de ejemplos aleccionadores.
Aquí está, sin ir más lejos, el del Beato Antonio de Rívoli.
Para mejor bosquejar su biografía, tripartiremos su vida: el religioso tibio, el apóstata cobarde, el mártir acérrimo. Y, para ser más fieles, seguiremos los apuntes de Fray Constancio —compañero suyo en el cautiverio— y la carta que el dominico Padre Ranzano escribe el papa Pío II.
De su infancia tan sólo sabemos que era oriundo de Rívoli —diócesis de Turín— y que se llamaba Antonio Nayrot; de su familia, nada. Lo encontramos por vez primera —ya religioso de Santo Domingo — en el convento florentino de San Marcos. Es un religioso tibio y de una inconstancia notoria. Su provincial, el Padre Ranzano, nos lo pinta como un alma dolorosamente inquieta, ávida de novedades. Este temple de carácter le lleva a volar de convento en convento como voluble mariposa, o, más bien, como abeja que busca en la nueva flor la miel fementida de la felicidad terrena. Así, en poco tiempo, recorre todas las casas de Italia y Sicilia.
Está visto: el fraile giróvago no se halla a gusto en ninguna parte. Insensiblemente se ha apoderado de su corazón «ese inexorable tedio» que con frecuencia es el castigo del religioso desazonado que no cifra en la perfección su ideal y cuya alma no siente la dulce nostalgia del cielo.
El 31 de julio de 1458 Fray Antonio de Rívoli se hace a la vela, rumbo a Nápoles. Busca un claro de paz. Va a Roma a pedir al Superior General de la Orden un nuevo destino: un lugar apacible donde acabar sus días. Se siente cansado, fracasado, hastiado de la vida. i Y tiene treinta y cinco años! ...
Estos eran sus cálculos. He aquí ahora la realidad, dura y misericordiosa, planeada en el cielo:
La carabela cristiana fue apresada por el pirata Nardo. Los cautivos comparecieron ante el rey de Túnez, Alú-Omar-Otmán, quien, después de mofarse de ellos con impío sarcasmo, mandó arrojarlos a las mazmorras.
¿Y nuestro Fray Antonio? ¡Pobrecito! ¡La vida le ha hecho la gran jugada! Está abatido, desjarretado. No comprende el sufrir tranquilo, ni la serenidad imperturbable de los demás. Por eso, en cuanto ve la suya, solicita y obtiene la libertad condicionada. Durante cinco meses ejerce el apostolado sacerdotal en la iglesia de San Lorenzo; pero, así y todo —comenta el jerónimo Fray Constancio— «sobrellevaba con poca resignación las incomodidades de la vida en Túnez». Terrible crisis, engendro de mil tibiezas y digno prólogo al capítulo más turbio de su vida.
El día 6 de abril de 1459, los cristianos tunecinos presenciaron un deplorable espectáculo: la vergonzosa apostasía de Fray Antonio de Rívoli. Helo ya convertido en perfecto musulmán. Perfecto y fanático. Le entregan el «Corán» para que se instruya; pero él va más. lejos y, en su afán proselitista, lo traduce al latín y al italiano con fervor de novicio. Así se le grabará mejor en la memoria...
Mientras tanto, en los telares de la Providencia se ha empezado a tejer una nueva corona de martirio. ¿Para quién? No te extrañes, lector, de la divina misericordia: para Antonio de Rívoli.
El hecho es éste: Acaba de morir allá en Florencia el arzobispo Antonino, superior que fuera de nuestro biografiado. Ha muerto en olor de santidad. En su sepulcro florece ya el milagro. Al oír relatar las maravillas a los mercaderes italianos, al de Rívoli se le encoge el corazón. Ahora recuerda una profecía que le hiciera el buen Prior, cuando estaba en el convento de San Marcos: «Un peligro espantoso asaltará tu cuerpo y tu alma el día que se te ocurra tomar un navío». Y por sus mejillas rueda una lágrima de arrepentimiento. Sabe que hacerse de nuevo cristiano equivale a la muerte, pero no le parece excesivo el castigo. Tiene el convencimiento de que sólo un bautismo de sangre puede regenerarle.
El Domingo de Ramos 6 de abril de 1460 —aniversario de su apostasía— es otra fecha memorable en la historia de Antonio de Rívoli. Allá en su campamento, rodeado de pompa oriental, le espera Alú-Omar-Otmán. Fray Antonio se llega hasta el trono del Monarca:
— ¡Oh, Alú-Omar-Otmán! —dice— he sido un cobarde, un miserable. Confieso que Jesucristo es el único Dios verdadero; y te aseguro que estoy dispuesto a padecer mil muertes por defenderle y confesar su doctrina.
Entran en juego las promesas y las amenazas. Antonio es de bronce:
— Para nada necesito tus ofertas. Y yo mismo soy quien te aconseja ahora que te hagas cristiano, si quieres colmar tus días de gloria.
Se le condenó a ser lapidado. Los verdugos le arrastraron hasta el lugar de la ejecución. Él iba confesando a Cristo a voz en grito. De la muchedumbre surgió un clamor unánime, y se lazaron todos sobre el Mártir. Su cuerpo cayó acribillado. Pero su alma se elevó a las alturas, a abandonarse en los brazos misericordiosos de Dios.