domingo, 2 de marzo de 2025

"PER CRUCEM AD LUCEM". Fray Justo Pérez de Urbel

 


QUINCUAGÉSIMA

"Per crucem ad  lucem"

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Del Jordán a Jericó, un país divino, decía Josefo. Cuando las montañas de Judá se cubren de nieve, los habitantes del oasis visten gasas ligeras. En otro tiempo aquella tierra había sido estéril, y sus aguas, mortíferas. Pero un día el profeta Eliseo pasó por allí diciendo: "Que me traigan un vaso nuevo lleno de sal." Y habiendo tomado la sal, la derramó sobre una fuente, y desde aquel instante -se lee en el libro cuarto de los Reyes- las aguas se hicieron fecundas. Desde entonces Jerusalén tiene envidia de Jericó, de sus rosas, de sus fuentes, de sus brisas, de sus estanques y de sus deliciosos “chalets", escondidos entre bosques de palmeras y sicómoros, donde llevan una vida fastuosa los cortesanos del palacio de Herodes y las grandes figuras del sacerdocio. En este atardecer primaveral la ciudad sonríe al viajero: el aire tibio viene cargado de esencias, los pájaros juguetean alborozados entre las ramas de los grandes eucaliptos, los rosales asoman sus tallos floridos por encima de las tapias de los jardines, y los vencejos dan vueltas como locos, rozando con sus alas negras la superficie cristalina de los arroyos. Y en medio de este paisaje de alegría y de placer, cuando todo parece ser una invitación clamorosa a gozar de las dulzuras de la vida, cae la noticia terrible, el anuncio sombrío de la traición, de los azotes, de los insultos, de las salivas, del dolor, de la ignominia y de la cruz.

"Subimos a Jerusalén." Era el último viaje, el viaje que no iba a tener vuelta. El odio ahoga ya los corazones; ya ha deliberado el Sanedrín, ya Caifás ha pronunciado la sentencia inapelable: "Es preciso que un hombre muera por todo el pueblo." No se daba cuenta de lo que decía; pero era una gran verdad: la vida sólo se conquista con la muerte; el rescate del dolor es el oro más precioso; y la humanidad, siempre olvidadiza, solo recuerda las lecciones escritas con sangre. Jesús sabía de sobra que había venido a morir; no olvidaba que en Jerusalén le esperaba una muerte infamante, y en todos sus pensamientos llevaba esculpido su fin. Ya le han querido despeñar y apedrear; ya han levantado contra El las manos homicidas. Antes pasaba tranquilamente en medio de los asesinos; mas he aquí que su hora se acerca; y aquella muerte que es su idea obsesionante empieza a ensombrecer sus íntimas conversaciones con los discípulos. Habla en términos velados que son para Él un desahogo y no amedrentan a los ánimos vacilantes: Destruirán el templo de Dios, y le restauraré a los tres días; el Hijo del Hombre será levantado en el aire como la serpiente de bronce; arrebataran al esposo y le llevaran lejos de sus amigos; el profeta que pasa tres días en el vientre de la ballena no es más que un símbolo del que ha venido a redimir a los hombres por la muerte. Mas he aquí la revelación completa, el cuadro vivo y preciso, la historia anticipada del fin que aguarda al Hombre de Dolores.

Sin embargo, los Doce no entienden. Aquella atroz derrota, por pasajera que fuese, no podía convenir al Mesías victorioso que ellos imaginaban. Tratan de buscar un sentido misterioso a las palabras que acaban de oír. ¡Están tan acostumbrados a oír hablar en parábolas! Además, hace unos días Lázaro ha salido del sepulcro. ¿Cómo va a poder morir el que da a los otros la vida? Y allí está la multitud entusiasta, que se alzará en defensa del Maestro si hay algún osado que atente contra Él. Son los peregrinos, que se dirigen ya en nutridas caravanas a comer el cordero pascual en Jerusalén. Todavía no han cortado los ramos, pero ya tienen el hosanna en la boca; ya presienten el reino; la gloria del Señor se levanta ya sobre Israel. Rodean clamorosos al Profeta, le miran con ojos en que se reflejan su orgullo y su admiración, y ya van a entrar en la ciudad de las altas torres, cuando, en el borde del camino, dominando el murmullo de la muchedumbre, se levantó una voz angustiosa que decía: "Jesús, hijo de David, ten piedad de mí." Y a continuación, el milagro: la pregunta de Jesús, temblando de compasión y ternura; la respuesta confiada del ciego: "Señor, que vea"; la mano divina que se posa sobre los ojos muertos; las pupilas extintas que se animan iluminadas por una llama nueva, los parpados que se abren regocijados a la gloria esplendorosa de la tarde, que los hiere y los deslumbra.

Después de aquel ciego vino otro, y fue iluminado también; y después otro, y otro, y otro. Los ciegos siguen exhalando al borde del camino su voz implorante: "Señor, que vea!" Es el grito del filósofo que se quema las cejas investigando la verdad; es el grito del poeta que agoniza, consumido por la fiebre, pidiendo luz, más luz; es el grito angustioso que salta un día u otro día cuando el corazón que ha llegado a comprender su miseria y siente la necesidad, el deseo furioso de ver "la luz que luce en las tinieblas e ilumina a todo hombre que viene a este mundo". Pero hay que saber pedir como el ciego evangélico. "No pidamos -decía San Gregorio- cosas indignas de nosotros, riquezas que pasan, honores perecederos. Pidamos la luz, no esta luz que limita el tiempo y el espacio, que la noche debilita y extingue, que los topos y los murciélagos ven como nosotros, sino la luz que ilumina a los ángeles, que alegra las almas que no tiene crepúsculo ni ocaso."

Esa luz es Dios mismo, es su pensamiento manifestado en la revelación; es esa verdad santa que puede hacernos libres y bienaventurados, con la libertad y la bienaventuranza de los hijos de Dios. "Seréis coma Dios", dijo un día la serpiente a nuestros primeros padres. No es malo ser como Dios, ser iluminados por Dios, recibir su pensamiento en nosotros, identificarle con nuestra vida. Pero era malo el camino que proponía la serpiente. Porque hay dos árboles: el árbol de la ciencia del bien y del mal y el árbol del fruto de vida, el árbol del Paraíso y el árbol del Calvario. El ciego de Jericó recobra la vista cuando Cristo acaba de recordar las amarguras de su Pasión.

¿Quiere decir esto que la luz es contraria a la alegría, que sea preciso escoger entre la verdad o la felicidad? Algo de eso se ha dicho; se ha dicho que la felicidad solo es posible por la mentira; que la vida solo puede vivirse con los ojos cerrados, en la inconsciencia, en la embriaguez. Es la doctrina del que fue mentiroso desde el principio, del que engañó a Eva y a su descendencia con las maravillas deslumbradoras del árbol prohibido, del que prometió imperios y pampas mundanas en el monte de la tentación, y, siendo miserable, y no pudiendo dar más que miseria, pone diariamente ante nuestros ojos sueños dorados de gloria y de felicidad. Pero el Cristianismo nos muestra en la cruz, en el sacrificio, en el renunciamiento, el camino de todo bienestar, de toda luz, de toda verdadera dicha, según la ley biológica que sigue en este mundo cuanto tiene vida. La planta vive transformando en sí la materia inorgánica que la rodea; el animal vive con la destrucción de la planta; y del mismo modo, la vida sobrenatural del hombre exige el sacrificio de la vida temporal. El viejo Adán es alimento que el hombre nuevo consume en nosotros para llegar a la edad de la plenitud de Cristo. Las rosas de Jericó son la mentira; la cruz es la verdad. Por la cruz, a la vida, a la felicidad y a la luz: "Per crucem ad lucem."