sábado, 8 de marzo de 2025

9 DE MARZO. SANTA FRANCISCA ROMANA, FUNDADORA (1384-1440)

 


09 DE MARZO

SANTA FRANCISCA ROMANA

FUNDADORA (1384-1440)

SI vivir es renunciar cada día a un deseo, arrancar hoja a hoja la abierta flor del alma», nadie ha vivido más intensamente que Santa Francisca Romana, gloria genuina de la Ciudad Eterna. Hija, hermana, esposa, madre, monja o fundadora —perfecta en todos los caminos— escribe una página evangélica de las más heroicas con la mayor sencillez del mundo. Calladamente, como quien no hace nada extraordinario, pasa por la vida pisando brasas de renunciación... Por eso, cuando Paulo V —en 1606— trate de canonizarla, el gran Cardenal Belarmino dará su voto favorable diciendo que «merece tanto más el honor de los altares, cuanto que puede ser presentada como modelo de virtud a toda edad, sexo y estado».

Sangre azul de sus padres Paulo Bussi di Lioni y Jacobita Rofredeschi. Educación cristiana y patricia. Carácter apacible, de oro, corazón pío, precoz madurez de juicio, docilidad, modestia. En la iglesia de los benedictinos Olivetanos tiene puestos sus amores. Niñez señalada por ese encanto que da a los pocos años la gracia de una virtud nativa, por esa estrella de futura grandeza que a veces pone Dios sobre la frente de sus elegidos. Tal es el primer retrato —jocunda canción de primavera— que el biógrafo nos ha legado de esta mujer que vieron con asombro los romanos por las avenidas del Foro, guiando un asnillo con alivios para las víctimas de la guerra, entre el estruendo de las armas de los Orsini y los Colonna.

Abierta a las caricias de la gracia como un lirio a los besos del sol, a los doce años consagra su pureza a Cristo y hace voto de entrar en religión. ¡Qué contraste con el paganismo renacentista que alborea!...

Las exigencias de la nobleza suelen tener casi siempre una víctima. Francis.ca, de linaje senatorial, se encuentra de la noche a la mañana prometida al joven aristócrata LorehÍo Ponzziam. Y ella que ha consagrado al Divino Esposo toda su fogosidad sentimental, que sueña con horizontes más jugosos y limpios, se ve obligada a acatar la decisión paterna por consejo de su propio director espiritual, Padre Antonello.

Los caminos de Dios son caminos de amor. En el palacio de los Ponzziani le esperaba una dulce sorpresa: el encuentro providencial con Vannozza, hermana de su marido, amiga y confidente suya durante más de treinta años. Pocas veces la unión entre dos almas ha llegado a ser tan íntima, y menos tan santa. Dios mismo sancionó esta divina amistad con un prodigio que tiene todo el encanto y frescura de las Florecillas.

En el fondo del jardín, las dos jóvenes se recreaban en piadoso coloquio.

— Oye, Francisca, si Dios nos concediese la gracia de ser ermitañas, ¿dónde hallaríamos qué comer?...

— ¡Oh, Vannozza, hermana mía! ¿Quién alimenta a los pajarillos del cielo? ¿Quién viste de primores a los lirios del campo?... Dios proveería.

Era el mes de abril. Los frutales estaban aún en flor. Mas, he aquí el estupendo milagro: un árbol dejó caer dos manzanas hermosísimas como dos sonrisas del cielo.

Pronto, sin embargo, el matrimonio se convierte para la Santa en dura escuela de perfección. A las alegrías de la maternidad sigue la prematura muerte de sus hijos Inés y Evangelista, la confiscación de sus bienes durante el saco de Roma por Ladislato de Nápoles, que destierra a su marido y se lleva como rehén a Juan Bautista —único hijo que le queda—, y, por último, la pérdida de su querida Vannozza y la del Padre Antonello. Francisca, como Job, firme en su desgracia, se sobrepone a las veleidades de la fortuna con espíritu fuerte, haciéndose notar por su celo de las almas. Para ejercer el apostolado entre las mujeres del gran mundo en aquel turbulento y sensual siglo XV y ofrecer al mismo tiempo asilo a las patricias romanas, funda en 1433 la Cofradía de las Oblatas Benedictinas, que aprueba Eugenio IV, y cuyo primer convento —el Tor de Specchi, en la vecindad de Campidoglio— aún existe en Roma. En 1436, ella misma —ya viuda— se presenta a sus hijas espirituales. «Recibid —dice humildemente — a esta pecadora, que viene a ofrecer a Dios las sobras después de haber dado al mundo lo mejor». En respuesta, la eligen Superiora.

Dios, que con cada alma sigue una táctica especial, emplea con Francisca un sistema de aparente compensación. «Todos te dejamos —le dice en una aparición su hijo Evangelista— pero aquí tienes a mi compañero, que desde ahora lo será tuyo: es un arcángel que el Señor te envía y que ya no te abandonará». Y en lo futuro goza siempre de la presencia visible de su Ángel Custodio, gracia a la que alude la Colecta de la Misa. A partir de este momento, su vida cobra tonos seráficos y se trueca en una de las mayores místicas de su siglo. Entre ayunos, vigilias y penitencias, se suceden sin interrupción los éxtasis, revelaciones y grandes milagros. Ve el infierno con su rojo fuego, el purgatorio con su fuego claro, y, llevada de la mano de Dios, penetra en el mismo Paraíso, culminando el prodigio con la altísima contemplación del Ser antes de la creación de los ángeles. Cuatro años pasa en esta atmósfera, tan llanamente, que habla de sus carismas con infantil ingenuidad. Pero el lazo de la carne es ya tan frágil que no tarda en romperse. Y el 9 de marzo de 1440, la cándida paloma de su alma traspasa la raya tenue de la muerte en raudo vuelo. hacia la eternidad feliz.