martes, 17 de diciembre de 2024

18 DE DICIEMBRE. NUESTRA SEÑORA DE LA O

 


18 DE DICIEMBRE

NUESTRA SEÑORA DE LA O

LA bella y jocunda fiesta que en honor de la divina Maternidad de María celebra la Iglesia el 18 de diciembre, tiene color de esperanza, sabor de vieja reminiscencia bíblica —de reminiscencia eterna—y entraña genuinamente española, porque fue instituida en el décimo y más memorable de nuestros Concilios toledanos —656— y bautizada por San Ildefonso —gran «valido» de la Señora— con el nombre de Expectación del Parto de la Santísima Virgen, aunque hoy son más populares os de Nuestra Señora de la Esperanza Nuestra Señora de la «O». Los mismos Padres de aquel magno Concilio declararon ya la razón de esta nueva festividad mariana —eco de la Anunciación— , que iba a ser durante mucho tiempo la más solemne de todas las de la Virgen en España: «Porque en el día en que el ángel comunicó a María la concepción del Verbo, no se puede celebrar este misterio dignamente, a causa de las tristezas de la Cuaresma o de las alegrías pascuales, que con frecuencia caen en él, declaramos y mandamos que el octavo día antes del nacimiento del Señor se consagre con toda solemnidad al honor de su Madre. Así, igual que la Natividad del Hijo se celebra durante ocho días, podrá tener su octava la festividad de la Virgen».

El sentido espiritual de esta letificante conmemoración es emotivo y confortador. Colocada en los pórticos del gran misterio de Navidad, en las postrimerías del tiempo litúrgico de Adviento —días de anhelo universal, de suspiros vehementes, de grandiosas perspectivas—, es como un clarinazo que anuncia a la pobre Humanidad caída la llegada inminente del Redentor; la hora venturosa en que van a abrirse las puertas del reino y el cielo y la tierra se abrazarán; el «día de la gran misericordia», en que el gozo remplazará a la tristeza, los cantos jubilares a los gemidos, porque se desplegará ya la nube luminosa de donde ha de llover el rocío que apagará el fuego de nuestras perpetuas angustias, el agua saludable que volverá los muertos a la vida...

¡Día hoy de jubilosa esperanza! Se acerca ya el Enviado; el Deseado de los collados eternos, el Mesías Redentor está para llegar: Dóminus prope est. El cielo y la tierra laten con gran expectación ante el anuncio maravilloso del más extraordinario acontecimiento de la Historia. «Representémonos, en efecto —dice Augusto Nicolás arrebatadamente—, la espera del mundo después de cuatro mil años, y su extravío, más determinante aún que su espera; las promesas de Dios, los votos de los justos, los gemidos del género humano ; recordemos todos esos grandes nombres de Esperado de las naciones, Príncipe del siglo futuro, Ángel de la nueva alianza, Dominador de Justicia, Redentor, Salvador, bajo los cuales era el Hijo de Dios incesantemente prometido y llamado en todo el transcurso de la Escritura; y estos gritos de santa impaciencia: «i Oh, si rompieses los cielos y bajases! i Envía, Señor, al que has de enviar! i Cielos, destilad vuestro rocío! i Ábrase la tierra y produzca al Salvador». Y todas las figuras, y todos los preparativos, y toda la historia de la Religión, y todas las revoluciones de los imperios, y todo el movimiento universal calculado y dirigido, desde el origen del mundo, con la mirada fija en la aparición de la Sabiduría eterna entre los hombres, y en su unión con la obra de sus manos». i Es el grito acongojado de la Humanidad entera, que levanta los brazos expectantes hacia la aurora mesiánica, hacia Cristo, arras, prenda y mediador de su libertad!

En medio de este cuadro grandioso de universal expectación, está María —centro de las más puras esperanzas, — que, elevada al plano de la divina economía de la Redención, cuenta y recuenta las horas y los minutos que faltan para la realización del inefable misterio que se esconde en el tabernáculo inmaculado de su seno; no con las ansias egoístas, aunque naturales, de la joven madre que espera a su primogénito, sino con plena conciencia de su alta misión corredentora, sintetizada en el rendido fiat de la Anunciación. Por eso, de su alma —abrasada en deseos— brotan más bien que los ímpetus afectivos de una madre vulgar, los suspiros de todos los hombres, con miras a su salvación y a la mayor gloria de Dios. En los labios purísimos de la Virgen cobran todo su hondo sentido las grandes Antífonas —aspiraciones ardientes de amorosa conmoción— que comienzan por la interjección ¡Oh!, y han inspirado la bella advocación que da título a esta fiesta:

«¡Oh Sabiduría, oh, Adonai, oh Vara de Jesé, oh Llave de David, oh Sol naciente, esplendor de la luz eterna, oh Rey de las naciones y Deseado de las gentes, oh Emanuel!: ven a enseñarnos, ven a iluminarnos, ven a sacarnos de esta cárcel sombría, ven a salvarnos, Dios y Señor nuestro».

Hoy —repitámoslo— es la fiesta de la esperanza alborozada, del ansia más ardiente, de la ilusión más bella. La expectación de María es imagen de nuestra propia expectación. Con Ella hemos de tomar pasaje en el esquife de la esperanza, para arribar con Ella al puerto de salvación, en la tempestad y en la calma, con los ojos clavados en el Oriente —aspíciens a longe— de donde ha de venir la Luz. Esperar confiados. bajo la mirada amorosa de la Estrella de la mañana, que anuncia al Sol de Justicia, de la que es Medianera de nuestra reconciliación, Puerta inviolada por donde vendrá el Salvador y Escala única e indefectible para llegar a Él.