17 DE DICIEMBRE
SANTA OLIMPIA
VIUDA (HACIA 368-410)
TAMBIÉN a Santa Olimpia, como a San Eusebio de Vercelli, le tocó vivir en el siglo IV, en plena efervescencia arriana. Historia, por tanto, de vejaciones y heroísmos, de bajas y nobles pasiones, de destierros y martirios, de perfidia y santidad. Con ella —¡alma electa, ejemplar, que vive la dura realidad de su tiempo con actitud noble y serena!— sólo dicen, claro está, los segundos términos de la antítesis, aunque fue víctima inocente de los primeros...
No se conserva ninguna biografía antigua de Santa Olimpia; pero su interesante figura nos es históricamente bien conocida, por las íntimas relaciones que mantuvo con diversos Santos, especialmente con Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo.
Hacia el año 368, imperando Valente, se levanta en Constantinopla la aurora de esta existencia que sólo sabrá servir a Dios y al prójimo. Es hija del conde Anicio, alto funcionario de la Corte. Su madre entronca con Arsacio el Grande, rey de Armenia. Como preceptora de su infancia tiene a una mujer piadosa y letrada: Geodosia, hermana de San Anfiloquio, apóstol de Licaonia, «ángel y paladín de la verdad».
La Iglesia mártir de Constantinopla es por estos días sede de los obispos heréticos Eusebio de Nicomedia, Macedonio, Eudoxio y Demófilo de Berea, después de haber visto partir para el destierro a Pablo, su legítimo pastor. San Gregorio Nacianceno trae la esperanza a esta Iglesia, al establecer aquí -379-, en su propia morada, una pequeña capilla, a la que da el nombre profético de Anastasia —esto es, Resurrección—, germen del que ha de renacer la fe católica en Constantinopla. El conde Anicio la frecuenta con su familia y se constituye desde luego en su sostén. En ella —templo y escuela— aprende Olimpia, de labios del gran Doctor, junto con la ciencia sagrada, esa caridad, ese amor y devoción entrañable al pobre, a todo el que sufre, que —apresurémonos a decirlo— constituyen la tónica vibrante de su vida.
Pero la arrebatadora elocuencia de Gregorio alarmó a los arrianos, y resolvieron hacerlo desaparecer de la escena pública. La joven patricia presencia con vivo dolor la persecución promovida contra el santo Obispo; ve a los herejes irrumpir violentamente en la Anastasia; oye las amenazas de muerte contra el predicador de la verdad, y admira su recio temple de santo. Luego, tras diez años de pruebas, asiste a su triunfal rehabilitación. Y, por último, vuelve a verlo envuelto en terribles acusaciones, que le obligan a retirarse por amor a la paz. Este ejemplo de fe intrépida, de espíritu apostólico, de santa resignación a la voluntad divina, fue la gran lección de su maestro y la primera llamada al heroísmo.
Las almas, en el dolor, maduran primero, Dios, en sus altos caminos, no se lo regatea a Santa Olimpia. A los dieciocho años contrae matrimonio con Nebridio, intendente del emperador Teodosio. Gregorio, con su cordial enhorabuena, envía a la recién desposada estos consejos de oro: «Deja para las demás el fausto y los adornos. La modestia, la gravedad y la inocencia sean tus mejores galas. Consagra a Dios tu principal amor, y date luego a tu marido. Compartid las penas y alegrías. Déjale a él la solicitud de los negocios y me dita tú los oráculos divinos en el quehacer cotidiano del hogar. Ojalá seas en la casa de tu esposo cual viña abundosa: que veas a los hijos de tus hijos nacer y desarrollarse alabando al Señor».
Ambos eran dignos el uno del otro. Paladio nos dice que observaron perfecta continencia, y que Nebridio murió a los pocos meses, dejando a Olimpia sumergida en un mar de llanto. Matrona de clara progenie y opulenta fortuna, no le faltaron pretendientes. El mismo Teodosio le ofreció la mano de uno de sus familiares. La Santa estaba resuelta a permanecer en «cristiana viudedad». Esta negativa señaló el comienzo de un martirio cruel, cuyas pruebas fueron comparadas a las de Job. Confiscación de bienes, despotismos, vejaciones, privación de la libertad. La humildad y la oración fueron su refugio y su consuelo. «Os agradezco hayáis tomado a vuestro cargo la administración de mi fortuna —escribe al Emperador—. Acabad vuestra obra distribuyéndola entre los pobres y las Iglesias, como yo misma haría. Así me evitaréis caer en la vanidad a que naturalmente se prestan estas exhibiciones». Era el lenguaje de la santa y de la matrona ofendida. Teodosio lo admiró, y rectificó.
La vida de Olimpia se torna ahora más austera y sublime. San Nectario, para recompensar su celo, la nombra diaconisa. Pero está visto que su destino es el dolor. Durante diez años, las enfermedades y las más tenebrosas calumnias se suceden sin interrupción. Y desde el 403, la amistad la asocia a las terribles pruebas de San Juan Crisóstomo, que le escribe desde su destierro: «La menor de vuestras penas bastaría para acrisolar a un alma». ¡Y aún tiene bríos para compartir el dolor ajeno y, mientras Arsacio no la despoja de todo, abre sus arcas a los pobres y a las víctimas del terremoto de Calcedonia!...
Los herejes no cesaron de difamar y perseguir a esta intrépida mujer hasta verla morir confinada en Nicomedia: a esta Santa que, «no obstante la debilidad de su sexo y de su precaria salud — habla el Crisóstomo—, fue constituida en fortaleza de una gran Ciudad y encendió en su propio heroísmo a los mismos defensores de la Fe».