31 de julio. San Ignacio de Loyola, confesor
31 de julio. San Ignacio de Loyola, confesor
Ignacio, español nacido en Loyola, de noble familia guipuzcoana, formó parte de la corte del rey católico, y después ingresó en el ejército. Una herida grave que recibió en el sitio de Pamplona, le obligó a guardar cama y le dio ocasión para pías lecturas que inflamaron su espíritu, determinándose a seguir los ejemplos admirables de Cristo y de los santos. Se dirigió después a Montserrat, donde hizo durante la noche la vela de las armas suspendidas ante el altar de la Virgen, y así comenzó el noviciado de la sagrada milicia. Luego fue a Manresa cubierto de un saco, pues sus ricos vestidos los dio a un pobre. Pasó allí un año, mendigando el pan y el agua, ayunando cada día menos los domingos, castigando su cuerpo con una cadena y un cilicio, durmiendo en el suelo, y azotándose hasta derramar sangre con disciplinas de hierro; fue favorecido del cielo con tales ilustraciones, que solía decir: “Si no existieran las Sagradas Escrituras, estaría dispuesto a morir por la fe, en razón únicamente de las cosas que Dios me reveló en Manresa”. A pesar de ser del todo iletrado, compuso Ignacio el libro de los Ejercicios Espirituales cuya excelencia viene certificada por la aprobación de la Sede Apostólica y por el bien que ha hecho a tantas almas.
Para prepararse a ganar las alma, usó los recursos que ofrece una formación literaria, y no se avergonzó de mezclarse con los niños para aprender la gramática. Como entretanto nada omitía para contribuir a la salvación del prójimo, es imposible enumerar las fatigas y escarnios, las pruebas durísimas que se vio obligado a sufrir, incluso azotes y encarcelamientos, que le llevaron casi al punto de la muerte; a él, empero, todo le parecía poco tratándose de procurar la gloria de Dios. En París, se le juntaron nueve compañeros de diversas naciones, que en aquella universidad eran distinguidos por ser maestros en artes y graduados en teología, y con ellos subió a Montmartre donde puso los cimientos de la orden que más tarde fundó en Roma, añadiendo a los tres votos acostumbrados, el cuarto relativo a las misiones, bajo una dependencia especial de la Santa Sede. Paulo III la admitió y la confirmó, y luego, otros Papas y el concilio de Trento la aprobaron. Al enviar a San Francisco Javier para predicar el Evangelio en las Indias, y al repartir entre varias partes del mundo a otros misioneros, declaró la guerra a la superstición y a la herejía, la cual persiguió con tanto éxito que se considera evidente que Dios suscitó a Ignacio y a su Compañía para combatir a Lutero, y a otros herejes de aquella época.
Pero la primera preocupación de Ignacio fue restaurar la piedad entre los católicos. La belleza de los templos, el catecismo y la frecuencia de la predicación y de los sacramentos recibieron de él un gran impulso. También abrió colegios para promover en la juventud la piedad y la cultura; fundó en Roma el colegio Germánico; para las mujeres arrepentidas y para las que estaban en peligro de perderse fundó refugios, y los huérfanos y los catecúmenos de ambos sexos tuvieron casas para recogerse. Infatigable en su ardor de ganar almas para Dios y en toda obra de piedad, decía: “Si me fuera dado optar, escogería vivir en la incertidumbre de mi salvación y dedicado al servicio de Dios y a la salvación del prójimo, más bien que morir al instante con la seguridad del cielo”. Tuvo sobre los demonios un poder grande. San Felipe Neri y otras personas pudieron ver su rostro radiante de luz celestial. A los 65 años, fue a reunirse con el Señor, cuya mayor gloria siempre había invocado y buscado en todas las cosas. La fama de sus grandes méritos y milagros hizo que Gregorio XV le pusiese en el catálogo de los santos, y Pío XI secundando las peticiones de santos obispos le declaró y constituyó celestial patrono de todos los ejercicios espirituales.
Oremos.
Oh Dios, que para propagar la mayor gloria de tu nombre fortaleciste la Iglesia militante con un nuevo refuerzo, por medio del bienaventurado Ignacio, concédenos que, combatiendo con su auxilio y a imitación suya en la tierra, merezcamos ser coronados con él en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.