Como
el amor es infinitamente inventivo, tras haber subido al patíbulo infame de la
cruz para conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea ser
amado, por no hablar de otras innumerables estratagemas que utilizó para este efecto
durante su estancia entre nosotros, previendo que su ausencia podía ocasionar
algún olvido o enfriamiento en nuestros corazones, quiso salir al paso de este
inconveniente instituyendo el augusto sacramento donde él se encuentra real y substancialmente
como está en el cielo. Más aún, viendo que, rebajándose y anulándose más
todavía que lo que había hecho en la encarnación, podría hacerse de algún modo
más semejante a nosotros, o al menos hacernos más semejantes a él, hizo que ese
venerable sacramento nos sirviera de alimento y de bebida, pretendiendo por
este medio que en cada uno de los hombres se hiciera espiritualmente la misma
unión y semejanza que se obtiene entre la naturaleza y la sustancia. Como el
amor lo puede y lo quiere todo, él lo quiso así; y por miedo a que los hombres,
por no entender bien este inaudito misterio y estratagema amorosa, fueran
negligentes en acercarse a este sacramento, los obligó a él con la pena de
incurrir en su desgracia eterna: Nisi manducaveritis carnem Filii hominis, non
habebitis vitam Jn 6,54. (SVP, XI, 65-66).