XIV DOMINGO DE PENTECOSTES
LOS DOS SEÑORES
Fray Justo Pérez de Urbel
Proudhon consideraba a Jesús a la manera de un revolucionario que venía a destruir el régimen capitalista. Habría sido el primero de los socialistas. No es verdad. La verdad es que Jesús no amaba las riquezas, que las consideraba como un estorbo, que tenía compasión de los ricos. Para Él, despojarse de sus posesiones no implica un sacrificio ni una pérdida, sino una ganancia inmensa. "Si quieres ser perfecto -dice al joven que le pregunta como podrá ser de los suyos-, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los Cielos." Este es uno de los puntos capitales, de su enseñanza, pregonando por su voz, confirmado por su vida. Nosotros a la riqueza la llamamos fortuna; Él la hubiera llamado desgracia y castigo. Una de las primeras palabras del sermón de la montaña es aquella paradoja inolvidable: "Bienaventurados los pobres"; y la parte central del sermón la forma este evangelio, que la Iglesia nos lee en el domingo XIV después de Pentecostés.
¿Por qué esta suspicacia, este desdén, esta aversión a lo que la Humanidad, desde Caín el envidioso, considera como la condición indispensable de la felicidad? Nuestro Señor nos lo dice con una sentencia severa y categórica: "No podéis servir a Dios y al dinero." Nadie puede servir a dos señores; sobre todo, cuando hay oposición radical entre ellos. Sus órdenes serán contradictorias: el esfuerzo para contentar al uno, tiene que disgustar necesariamente al otro. Tal es la trágica situación del hombre sobre la tierra. El oro le deslumbra y Dios le atrae. Son dos amos celosos que quieren el corazón entero. Toda transacción sincera, eficaz, provechosa, entre ellos es imposible. Para el que sigue a Dios, el oro no es nada, "es estiércol", como decía San Pablo; para el que se deja esclavizar por el oro, Dios no existe. O Dios, o la riqueza; no hay término medio.
Pero expliquemos, porque fácilmente podríamos encontrarnos con el Cristo violento, minimizado e incompleto de los socialistas. Ningún socialista ha llegado a comprender a Cristo. Según ellos, el Maestro había dicho: "No podéis servir a Dios y poseer la riqueza." Hay que precisar en un punto tan delicado como este; hay que recoger con lealtad el pensamiento evangélico. Aprendámoslo bien: "Es imposible ser verdadero siervo de Dios verdadero y esclavo de la riqueza"; es imposible servir a Dios y vivir para el dinero, entregado a aumentar el dinero, a amontonar, a gozar de esos pedazos de materia que se llaman riquezas. San Juan Crisóstomo, que de todos los Padres de la Iglesia es el que más ha apostrofado a los ricos, el que más ha defendido a los pobres, el que más ha trabajado para la realización de este gran principio del Evangelio, comentaba así las palabras de Cristo: "Una cosa es poseer el oro, y otra cosa es servir al oro. ¿Tenéis grandes riquezas?, ¿no os ensoberbecen ni os hacen injustos?, ¿Socorréis a los pobres de una manera razonable? Ellas os sirven a vosotros, no vosotros a ellas. Job poseía grandes bienes, pero era su dueño, no su servidor." San Francisco de Sales nos dejó una de aquellas sus encantadoras fórmulas cuando dijo que, para ser rico sin peligro de condenación, es preciso no tener el corazón en las riquezas, ni las riquezas en el corazón. Y hay que convenir que si el dinero es un tirano despótico, un amo abominable, es también un servidor precioso. Los que le tienen pueden transformar el mundo. El triunfo del bien o del mal está en sus manos. Pueden hacerle un medio de sa1vación personal, de intima satisfacción, de regeneración social, de batalla santa, de gloriosa y generosa conquista. Pueden
conseguir con él aquella felicidad del texto paulino, muy superior a todos los goces materiales que con él se pudieran procurar: "Mas feliz es el que da que el que recibe." En cambio, el que se hace esclavo del dinero ha cometido la más abominable de las idolatrías. No se puede llamar cristiano, porque ha renunciado a Dios; no tiene derecho a hablar de espiritualismo porque su espíritu, sus sentimientos, su voluntad, todo lo más noble que en él hay, lo ha prostituido ante la vil materia. Su pecado es horroroso, porque no solo repercute en él, sino que alcanza a la sociedad entera. Pero en el extravió encontrará la pena. Lo que hubiera podido ser para él un instrumento de felicidad, de amor, de gloria, será un motivo de odio, de intranquilidad, de miseria espantosa, más espantosa que la de aquel que en la sórdida buhardilla espía su brillante podredumbre con el rostro amarillento de la envidia. Pudo tener el paraíso, y ha caído en el infierno; pudo transformar en cielo la tierra, y ha preferido la tierra desnuda y fangosa, con sus abrojos y sus carroñas.
Y esa misma tierra le será arrebatada. Porque hay una gran diferencia entre esos dos señores de la alegoría de Cristo; y es que Dios da realidades, Mammon da solo apariencias; Dios da mucho más de lo que promete, Mammon nos quita aun lo poco que había prometido. Lo estamos viendo en nuestras pobres y miserables sociedades modernas, tan orgullosas no ha mucho de su grandeza económica, de sus maravillosos progresos, y hoy sepultadas en el abismo de la incertidumbre, agitadas por el oleaje de la inquietud, atormentadas por la perspectiva de un porvenir pavoroso. Servidor de la riqueza, esclavo del negocio, el mundo moderno se halla prisionero en la cárcel hedionda que el mismo se ha creado. Y es que hemos querido armonizar lo que Cristo declaraba incompatible. Nos llamábamos católicos, y queríamos gozar anchamente de la vida. Alargábamos una mano a la promesa del Cielo, y teníamos la otra bien asida de la realidad de la tierra. Nos gloriábamos de discípulos de Cristo, y éramos enteramente paganos frente al placer, judíos frente al dinero. Todo ha sido acumular dinero, agregar una cosa a otra cosa, una posesión a otra posesión; excogitar negocios nuevos, levantar fábricas, buscar tesoros, indagar todos los elementos de producción en la tierra, en el aire y en el mar, suplantar al vecino, atropellarle, aniquilarle, adulterarlo todo, realizando el sueño medieval de la transformación de todas las sustancias en oro, y vender y arrastrar y escarnecer la conciencia. Y después de tantos esfuerzos, las toneladas de oro duermen en los depósitos, la producción sobra, los frutos de la tierra se pudren, los productos de la industria yacen amontonados, el trigo se eterniza en las trojes, el agua se desborda en los pantanos, y hay más hambre y más sed que nunca. Y para colmo de males, surge esa solución absurda del socialismo, que no puede servir más que para aumentar la confusión, para hacemos más desgraciados, para acabar con lo que aún queda. Pero no podemos quejamos: es la consecuencia necesaria del sentido judaico de la civilización moderna, del esfuerzo encaminado solo a la ganancia y al negocio, del afán insaciable de poseer y de gozar; es la víbora que nosotros hemos cebado con la sangre de nuestro corazón.
Bajo nuestros pies, la tierra se tambalea; y sobre nuestras cabezas resuena aquella sentencia formidable: "¿Que aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si luego pierde su alma ?"