sábado, 6 de septiembre de 2025

7 DE SEPTIEMBRE SANTA REGINA VIRGEN Y MÁRTIR (236-251)


07 DE SEPTIEMBRE

SANTA REGINA

VIRGEN Y MÁRTIR (236-251)

LA antigua Alesia, tan celebrada por Julio César en su «Guerra de las Galias», porque presenció la épica lucha entre el caudillo galo Vercingétorix y el conquistador romano, es hoy una aldea sin importancia, cuyo único timbre de gloria lo constituye el haber sido patria de una heroína del Martirologio: Santa Reina o Regina.

La estampa de esta Virgencita mártir es la estampa de Inés, la de Eulalia, la de Engracia, la de Águeda, la de Lucía... ¡Quince años vividos entre rosas místicas y un lirio que se ofrece en perfecto holocausto, teñido con la púrpura de su propia sangre inmolada!...

La venida de Regina al mundo —el año 236— cuesta la vida a su madre. Pero esta luctuosa circunstancia la aprovecha el Cielo para sacarla de un hogar supersticioso y pagano y ponerla en manos de una nodriza cristiana, que la hace bautizar y encauza sus primeros pasos por el camino de la perfección evangélica. Arrojada por esta causa de la casa paterna, se hace pastora. En la placidez de los campos aprende a hablar a solas con Dios y recibe de lo Alto divinos carismas. Un día caen cn sus manos las Actas de los Mártires y, al leerlas, siente que su alma se estremece con el presentimiento alegre y doloroso de una futura y suprema inmolación...

¡El corazón no la engañaba!

Es el año 251 Olibrio —prefecto de las Galias— franquea con su escolta la región montañosa de Alesia. Al llegar al lugar conocido hoy día con el nombre de «Los tres Olmos», se ve gratamente sorprendido por una aparición que se diría celestial: es una joven maravillosa, cuya clara hermosura, esmalte que divinamente sale sobre el oro de la virtud» — la hace seductora. Olibrio se prenda de ella.

— ¿De qué linaje eres? — inquiere galante.

— Soy noble, señor —responde la doncella con tímida voz que acaricia. —Y, ¿cuál es tu nombre y religión?

— Me llamo Regina, y adoro a la Santísima Trinidad.

— Pues, mira, joven —dice Olibrio satisfecho de haber hallado un motivo «legal» para apoderarse de ella, ya que están en vigor los rescriptos persecutorios de. Decio—: yo soy el Prefecto de las Galias, y en vista de la declaración que acabas de hacer, me veo obligado a llevarte ante los tribunales.

Al oír estas palabras, Regina, temiendo fundadamente algún ultraje, levanta al cielo sus bellos ojos suplicantes, e implora: «i Oh Dios mío! Tú que eres el divino Esposo de las almas castas, protege mi virginidad. Antes mil muertes que perder este tesoro. Defiende, Señor, lo que es tuyo...».

A la mañana siguiente tiene lugar el primer interrogatorio público:

— Te he traído ante esta honorable concurrencia —le dice el Prefecto— para que renuncies a la religión del Crucificado y hagas ofrendas a los dioses inmortales. He aquí el dilema: si aceptas mi proposición y cumples con la ley, disfrutarás a mi lado de la posición que cuadra a tu talento y hermosura; de lo contrario, emplearé todos los medios para vencerte.

— Soy cristiana —responde la intrépida Virgen— y este título que recibí en el Bautismo, lo tengo por más honroso que cuantos humanamente pudiera apetecer. Dispuesta estoy a firmar con mi sangre esta profesión.

Dos veces más comparece Regina ante el tribunal. A las promesas y amenazas responde con indomable energía:

— i Jamás consentiré en lo que me proponéis! Mi voz no callará el nombre del único Señor a quien amo, del verdadero Dios, Jesucristo. Le aclamaría y bendeciría delante de todo el mundo, si fuera preciso. Le guardaré fidelidad hasta exhalar el postrer aliento...

No hay peor verdugo que el amor despechado. El de Olibrio se trocó en odio infernal. Prudencio nos habla de un ars dolorum: arte de atormentar. Esta feliz expresión que parece hipérbole poética responde a la verdad histórica del martirio de Santa Regina. El cuadro que de él nos pintan a una los hagiógrafos conmueve todas nuestras fibras. A cada interrogatorio fallido, sigue una serie de tormentos cada vez más refinados y atroces.

El primer castigo —doblemente doloroso— lo recibe de manos de su propio padre, que la encierra en su castillo de Griñón y la sujeta a una pared con un aro de hierro, obligándola a permanecer siempre de pie, privada de todo movimiento. Entregada después al furor de los verdugos, es extendida en el potro y flagelada sin piedad. Luego le arrancan las uñas, rasgan Sus inocentes carnes con peines de hierro y le aplican hachas encendidas a los costados. Dios la cura las heridas durante la noche, y aquellas fieras vuelven a recomenzar el martirio con renovada saña. El último y más tremendo suplicio consiste en sumergirla en un estanque helado. Pero nada basta a quebrantar su inalterable paciencia, ni a marchitar la flor de su sonrisa. Mientras todos los circunstantes derraman lágrimas, sólo ella permanece obstinadamente alegre cantando himnos al Señor. Sin embargo, su cuerpo está tan extenuado, que cuando se le acerca el verdugo que ha de degollarla, Regina lo acoge como a un libertador, y, sin el menor espasmo, inclina dulcemente su cuello de nieve, y se deja caer, apasionada, en los brazos de la paz y del amor...

Dios la levantó sobre la gloria de los hombres para norma y acicate de las generaciones por venir.