02 DE SEPTIEMBRE
SAN ESTEBAN
REY DE HUNGRÍA (979-1038)
EN esta hora conturbada de la humanidad en que vivimos, de inconfesables manejos políticos, de odios y ambiciones, de inmoralidad descarada, de abierta o solapada persecución religiosa, resulta altamente confortativo para los espíritus rectos, poder fijar los ojos en la figura de este Monarca santo que —con la ley evangélica por norma —, sabe forjar un Imperio y depositarlo. a los pies de Cristo como dorada mies.
La biografía de San Esteban —«sin embargo de su hombría y de sus justos derramamientos de sangre»— rutila con gestos de la más delicada espiritualidad, de la piedad más alta y de la más entrañable caridad cristiana. Arquetipo del rey católico medieval, cuya proyección adquirirá su completa valoración. humana con San Fernando y San Luis; capitán bizarro y expeditivo que —suáviter in modo, fórtiter in me— disuelve coaliciones, siega en flor irritantes privilegios, o vence en abierta lucha; sabio gobernante que atiende a todo: a los problemas del pan, de la cultura y de la economía; prudente administrador de la justicia es, ante todo y, sobre todo, el apóstol santo, el Rey Apostólico —como le llamó el papa Silvestre II— que enciende hogueras de fe en medio de un pueblo bárbaro...
Descendiente de los belicosos hunos —en su rama magiar —, nace en Estrigonia, hacia el 979. La conversión del Duque Geiza, su padre, prepara la gran obra cristianizadora del hijo. Desde niño recibe éste la semilla de su futura santidad, depositada en su tierno corazón por su madre Sarolta, por su ayo — el piadoso Teodato, Conde de Italia—, y, especialmente, por San Adalberto, que lo bautiza a los diecisiete años. Uno más tarde muere Geiza, y Esteban es proclamado Duque de los húngaros. Aquí empieza para el hagiógrafo la faceta más interesante de su vida.
Al revés de su padre, que, aunque bautizado, se creía «bastante rico para adorar a todos los dioses juntos»; el joven Duque tiene plena conciencia de su Fe. Y obra en consonancia. Como persona privada, no quiere servir más que a un solo Señor: a Cristo; como ay, el punto básico de su ideario es hacer que le sirvan también todos sus vasallos, o sea: la cristianización de Hungría. Una gran victoria inicial —contía el Conde Zegzard—, pacificando el Reino, viene a secundar —feliz y providencialmente— tan apostólico programa de gobierno. En las postrimerías del año 1000, una legación magiar se presenta en Roma, con la misión de ofrecer un pueblo nuevo a la Iglesia, de alcanzar los poderes necesarios para la constitución eclesiástica del país y solicitar para su Duque el título de rey. La sorpresa y la alegría del papa Silvestre II son inmensas. El celo de la gloria divina le abre el corazón, que se derrama en concesiones y en mues: tras de paternal complacencia. «Yo soy el Apostólicus —dice en un arrebato de entusiasmo, pero Esteban merece el título de Apóstol, pues ha ganado para Jesucristo a la nación escogida de los húngaros». Y le envía una magnífica corona de oro. Poco después, el Duque y su esposa Gisela —hermana del emperador de Alemania, Enrique II el Santo— son consagrados y coronados solemnemente en Estrigonia.
Esta íntima unión con la Santa Sede robustece el poder del nuevo Rey y favorece sus triunfos. Vence al Príncipe de Transilvania, a los Duques Kean y Bratislao, y defiende con éxito los derechos de su hijo Emerico, que, muerto en la flor de la juventud, es hoy venerado en los altares. Pero, principalmente, la benevolencia romana infunde a Esteban nuevos entusiasmos en la fe, alienta su celo caritativo y proselitista y dilata el horizonte de su santidad y de sus posibilidades: Su obra civilizadora y misionera es sorprendente, maravillosa. Da a Hungría una legislación genuinamente cristiana; funda y dota diez sedes episcopales; levanta monasterios, iglesias, casas de beneficencia; consagra a la Madre de Dios su persona y Reino —que él llama «la familia de María»—, y edifica en Szekes-Fehervar una soberbia iglesia en honor de «la Señora». La dificultad es para el Santo Rey un acicate. Aborda los problemas más complicados con claridad y gallardía y sabe darles soluciones clarividentes; Aunque es serio, casi severo, posee un espíritu amplio y generoso. No le dominan las circunstancias, ni en la herejía de la acción prevarica. Antes que el rey, que el misionero, es el místico, el santo, que reza cada día con Salomón: «Envía, Señor, tu sabiduría desde el trono de tu grandeza, para que viva conmigo y trabaje conmigo y sepa en todo tiempo lo que es más grato delante de Ti». Suyos son estos principios de oro: «La piedad es la garantía de la salud del reino... El rey que no oye la voz de la misericordia es un tirano». Y da ejemplo. Sus familiares le han visto suspendido en el aire. Y dicen que una noche que salió a repartir limosnas por las chozas pobres, unos miserables, devorados por la codicia, le injuriaron y mesaron la barba. En el lecho de muerte, perdona a los traidores que han intentado asesinarle…
Este fue, a grandes rasgos, San Esteban. Y la Hungría católica de nuestros días, vanguardia de la civilización cristiana en el Este, la Hungría perseguida, pesadilla hoy del comunismo —como ayer de la herejía—, es un monumento imperecedero erigido a las virtudes de su Rey Apostólico, cuya actitud —siempre de perenne vigencia— cobra en la actualidad una fuerza impresionante...