12 DE SEPTIEMBRE
EL DULCE NOMBRE DE MARÍA
¡María! ¡Símbolo y corona! ¡María! Nombre bellísimo de nuestra Madre y Señora. ¡María! Nombre dulce y poderoso. El más santo después del de Jesús. ¡María! Nombre divino que encierra un encanto también divino, de maravillosa dulzura. Sólo con pronunciarlo se estremece de gozo el alma y se foguea el estilo. Porque es —lo dice San Antonio— más dulce a los labios que un panal de miel, más lisonjero al oído que un suave cántico, más delicioso al corazón que la alegría más pura: Nomen Vírginis Mariæ mel in ore, melos in áure, júbilum in corde. ¡María! Nombre inspirado por Dios a San Joaquín y a Santa Ana —en sentir de San Ambrosio—. Nombre celestial.
—Y el nombre de la Virgen era María —dice el Evangelio.
El nombre es la concreción más perfecta de la personalidad: simboliza la naturaleza, las facultades, el genio, la historia de quien lo lleva.
¡El nombre de María! ¡Gloriosa evocación! «Madre mía, tu nombre es para mí tan significante y sugestivo, que si digo: «María», creo haberlo dicho todo. Y si añado: «Madre de Dios» — con ser esta prerrogativa tan excelsa—, me parece que falta algo a ese todo. Para llenar el vacío y redondear lo que tu nombre representa, necesitaría tantas expresiones, tantos títulos, tantos simbolismos, que después de escribir durante siglos, estaría todavía empezando el repertorio de tus glorias. ¿Cómo lo humano descifrará lo divino?». Así se expresa un escritor ascético.
Pudo llamarse Sara —princesa— Salomé —pacífica—, Isabel —juramento de Dios—, Marta —dueña de la casa—, Ana —graciosa Raquel —oveja Débora—abeja—, Tabita —gacela—, Tamar —palmera—, Susana —lirio—… Se llamó María. ¿Por qué? La idea más vasta que se nos ofrece es compararla a un mar sin orillas, ya que, según San Jerónimo, tal es el significado de este dulcísimo nombre. Dicho con palabras de San Alberto Magno: «Así como en el mar está la congregación de todas las aguas, así en la Virgen el conjunto de todas las gracias», ¿No la llamó el Ángel la Gratia plena? ...
Hablamos al margen de la Filología. Las significaciones etimológicas apuntadas por los filólogos son demasiado concretas. Y demasiado abstractas para un libro de piedad. Así, el Padre Vogt sólo admite cuatro interpretaciones: da excelsa» — de Miryam — «rebeldía» —de marah—; «robusta u opulenta» —de mara—; «amada de Dios» — de maret—. En cambio, Ricciotti cuenta más de sesenta, aunque sin decidirse por ninguna. «El piadoso deseo de dar al nombre de María una significación hermosa —dice un escritor moderno— ha multiplicado traducciones, que, si pueden tener una razón acomodaticia, no son sostenibles en Filología».
Respetamos las opiniones de los sabios. Pero suscribimos de corazón las de los Santos, que han sido los primeros a quienes ese «piadoso deseo» ha inspirado interpretaciones magníficas. En otras palabras: tomamos el nombre de María como símbolo, no como vocablo. Es la única manera de no poner riberas donde Dios no las ha puesto. Para nuestra devoción mariana significa todas las cosas que dicen relación a sus grandezas y halagan nuestro orgullo de hijos. Puede el lector recitar la hermosa letanía Lauretana, si quiere interpretar fielmente nuestro pensamiento.
Muy bien dice San Bernardino: «Así como no llamamos a Dios con un solo nombre, sino con muchos, para significar su incomprensibilidad, así llamamos de diversas maneras a la gloriosa Virgen, para conocer de algún modo su sublimidad y excelencia»... Llamemos, sí, a María, «la excelsa», la «rebeldía» contra el pecado, la «opulenta» o llena de gracias, «la amada de Dios» ; pero no dejemos de llamarla también con cuantos nombres le dieron los profetas y Santos, cuando pregonaron sus grandezas con el corazón arrebatado de amor filial. Llamémosla «Estrella del mar), como San Bernardo; «Arcano celeste», como San Ignacio; «Imagen de la Bondad divina», como Santo Tomás; «Monte de las misericordias», como San Alberto Magno... Y prosigamos llamándola: Mar amargo, Mirra, Señora, Esperanza, Regalo, Iluminadora, Hermosa, Graciosa, Abogada, Refugio, Iris, Ánfora de celestes perfumes, Gala del cielo, Alba del nuevo día, Madre de Dios y Madre nuestra... Porque todo lo fue la Virgen, venero de inagotables perfecciones. «Ya que no podemos alabarla como se merece —nos aconseja San Bernardino de Siena —, ensalcemos su dulcísimo nombre».
Llamarla es invocarla. Invocarla es merecer su protección. Recordemos el episodio milagroso que movió a Inocencio XI a establecer esta hermosa fiesta. Fue en 1683. Trescientos mil turcos estrechaban el cerco de Viena, baluarte de la Cristiandad. Los sitiados, perdida toda humana esperanza, clamaron a María. La llegada providencial del caudillo polaco Sobieski puso en fuga al ejército otomano. Una vez más, Europa se salvaba por María.
¡María! ¡Siempre María!: en la infancia, en la juventud, en la edad madura, en la vejez; en el dolor, en la alegría, en el triunfo, en el fracaso, en la bonanza, en el naufragio, en la vida, en la muerte —¡siempre!—, réspice Stellam, voca Mariam... Por María se alegró el mundo en su primer albor, por María ha resistido la carrera turbulenta de los siglos, por María —no lo dudemos— se iluminará la inquietante incógnita del futuro.