domingo, 17 de agosto de 2025

EL FARISEO Y EL PUBLICANO. Fray Justo Pérez de Urbel

 


DECIMO DOMINGO DE PENTEOOSTES

El fariseo y el publicano

Fray Justo Pérez de Urbel

 

La pintura es rápida y viva: el cuadro, de un realismo perfecto. Dos israelitas suben la pendiente del monte Moria, en cuya altura la masa del Templo, alcázar sagrado de Israel, ostenta la blancura de sus recientes construcciones. Entran en el Patio de los Gentiles, el más espacioso, el más concurrido de todos. Un estrepito inmenso, un alto vocerío se levanta de entre los grupos de vendedores, banqueros, corredores y cambistas. Tintineo de dracmas, disputas de negociantes, algarabía de ociosos, chillidos de mujeres y berreos de animales. Algunos, no teniendo más que hacer, se fijan en los dos hombres que pasan camino del interior. El primero avanza en actitud solemne, como quien tiene conciencia de su propio valer y de su importancia social. Todo revela el alto prestigio de que goza entre su raza: el gesto grave, el pecho abultado, los turbios ojos, las enarcadas cejas, la boca desdeñosa, la nariz inquieta, el paso majestuoso, el amplio manto con las anchas franjas y policromas filacterias cuajadas de textos mosaicos. Los niños detienen sus juegos delante de él, los mayores le saludan respetuosamente: han reconocido en él uno de los jefes del fariseísmo. Nuestro hombre atraviesa indiferente a todos aquellos saludos; llega al Hell, el Patio de las Mujeres; sube las quince gradas de la gran escalinata de mármol que conduce al atrio de Israel, y allí se "detiene para decir su oración: "Señor -empieza-, yo te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros... Como este publicano... " Reza en voz alta, a la vista de la gente, con las manos extendidas, erguida la frente y los ojos serenamente clavados en el cielo. Y las gentes, al verle, se dicen admiradas: "Hombres como estos es lo que necesitamos; por ellos llueve en Israel, y Dios se acuerda de su pueblo."

Detrás ha llegado el otro hombre, aquel publicano despreciado y abominado, aquel colector de impuestos, durante tanto tiempo consagrado a despojar a sus hermanos para llenar las arcas romanas. Está encogido, avergonzado. Le asustan las miradas de la multitud que se apiña en los soportales, y mucho más las miradas de Dios. No osando manchar con su presencia los escalones de mármol ni la terraza enlosada y llena de sol, se detiene lejos del santuario, lo más lejos posible, a la entrada del Patio de las Mujeres, y allí, recogido en un ángulo, con la cabeza inclinada y los ojos en tierra, azorado, tembloroso, abrumado por la conciencia de su culpa, repite una y otra vez: "Señor, ten piedad de este pecador."

No es una sátira la que se encierra en este paralelo impresionante, sino una doctrina. Cristo les propuso a sus oyentes cuando atravesaba por última vez las montañas de Samaria. Iba a Jerusalén para consumar el sacrificio, porque su hora estaba a punto de sonar. En el camino, su corazón se abre confiadamente a sus discípulos. Les habla del nuevo reino espiritual, de los terrores del último día, de las seducciones de los falsos profetas, del rigor de la Justicia divina. Sus palabras se tiñen de sangre, de humo y de fuego. Los Apóstoles tiemblan, y para serenarles viene la parábola. Hay una buena manera de evitar todos aquellos peligros, de desarmar a Dios, de prepararse "para el día terrible, que ha de venir rápido como el relámpago, como el diluvio que devoró a los contemporáneos de Noé, como la lluvia de fuego que anegó a Sodoma". Ese medio tan sencillo es la oración: la oración porfiada y la oración pura y humilde. Hay una parábola para inculcar la porfía en la oración, otra para inculcar la pureza. Es la del fariseo y el publicano.

El fariseo y el publicano representan una doble actitud del hombre delante de Dios. Uno y otro "suben al Templo para orar". Pero; ¿dónde está la oración del fariseo? Bien miradas, sus palabras no son más que un alarde de sus virtudes y un recuento, sin duda exagerado, de los vicios de los demás. Cuatro líneas definitivas, que nos pintan maravillosamente al hipócrita que quiere que le llamen maestro y esconde la llave del conocimiento para que los otros no entren en el reino de los Cielos; que alarga su oración a la vista del pueblo, y luego devora la casa de las viudas; que lava la parte exterior del plato, y dentro está lleno de rapiña; que cuela minuciosamente un mosquito, y se traga sin escrúpulo un camello; que, no contento con pagar los diezmos prescritos por la ley, paga también el de la menta, la ruda, el eneldo y el comino, pero sin preocuparse de practicar la justicia, de sentir la misericordia, de guardar la fidelidad; que, más santo que Moisés, ayuna dos veces por semana, para venerar los días en que fue dada la ley, que no observa; que blanquea los sepulcros de los santos muertos, y busca la sangre de los santos vivos.

Es posible que aquellas palabras del fariseo fuesen verdaderas. Tal vez no robó nunca, ni cometió adulterio, ni quebrantó el más mínimo punto de la Torah. Es lo mismo. Con aquella oración lo hubiera echado todo a perder. Ni la santidad de Moisés, ni sus profecías, ni sus milagros podían serle de provecho alguno. Tenía el orgullo de su virtud, la admiración de su santidad, la complacencia en sus obras buenas; si se presenta delante de Dios, es para hacer su propia apología; si se fija en el pobre publicano acurrucado detrás de él, es para mirarle con aquella mirada que tuvo Simón el Leproso para la Magdalena; si se acuerda de los pecadores, no es para compadecerlos o pedir para ellos el perdón, sino para despreciarlos, abominarlos y abultar aún más sus pecados. Hasta parece extrañarse de que el Señor los mantenga todavía en este mundo. Por su parte, los sepultaría cuanto antes en lo profundo de la gehenna.

Un exterior semejante puede engañar a los hombres, pero el Señor guarda su complacencia, no para el orgulloso guardador de la ley, sino para el pobre alcabalero que tal vez un día manchó sus manos con la rapiña y fue insensible a las lágrimas del insolvente, pero que ahora entra en la casa de Dios arrepentido, abrumado por el pensamiento de sus crímenes, lleno de confusión y de vergüenza. Si las gentes de los atrios hubieran podido descubrir las realidades del mundo invisible, hubieran visto bajar un ángel del Cielo, pasar de largo ante el fariseo, acercarse al pecador contrito, recoger su oración en una copa de oro y remontarse para volver nuevamente trayendo el perdón. Así es Dios. Quiere perdonar, pero pide arrepentidos. Nada otorga a quien no reconoce su indigencia. No se da limosna al pobre que hace ostentación de sus riquezas. El que se humilla, será ensalzado: tal reza la eterna formula del Evangelio; y la actitud del publicano, al mismo tiempo que un bello homenaje a la misericordia divina, era eso, ante todo: un acto de profunda humildad. "La humildad -dice Ruysbrockio- es la redentora de la caridad violada. Ella arranca a Dios la indulgencia y tiene aptitudes maravillosas para la reconciliación." Y, pensando acaso en el fariseo de la parábola evangélica, añade: "Todo hombre que cuenta como cosa de valor un mérito, una virtud, una sabiduría cualquiera, fuera de la humildad, es un idiota. Toda nobleza es deshonra, toda excelencia ignominia, si la humildad no les da gloria y alteza."