09 DE AGOSTO
SAN JUAN MARÍA VIANNEY
CURA DE ARS (1786-1859)
EL Cura de Ars es un santo realmente simpático. Quizá extrañe esta afirmación. ¿La santidad no es siempre seductora? —se nos dirá—. Sin duda; más, así como todos tenemos nuestra flor preferida y a todos nos gusta la rosa, así en el jardín perfumado de la Iglesia —en el Santoral — hay flores predilectas y también rosas del agrado común. Una de estas figuras atrayentes, fascinadoras, que inspiran universal devoción y simpatía, es la del celestial Patrono de los párrocos: el sencillísimo «Cura de Axs», San Juan Bautista María Vianney.
Lo que más nos cautiva en él es su humildad —su oscuridad— de violeta —que a juicio de Monseñor de Segur hubiera bastado para canonizarle—, unida al llamativo aroma de su virtud. Porque, si es admirable ver a este Sol de la Iglesia de Francia —que tiene su aurora en la «aldea perdida» de Dardilly, y en hogar de labradores— re montarse al cenit de la santidad desde la parvulez de su vivir campesino, no lo es menos saberle tan humilde y sencillo con el azadón al hombro, como en el culmen de la popularidad y de la admiración.
En su infancia guarda el exiguo rebaño familiar. ¡Todo un símbolo en el que ha de ser gran pastor de almas! Por estos días, Napoleón escribe en la historia la célebre frase: «Cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal». Juan lleva en su zurrón una estatuita de la Virgen —más tarde la llevará en su mochila de soldado — con ella va a ser más que mariscal de Francia: va a ser santo. También esto es un símbolo: el de su piedad precoz, tan extraordinaria, que muchas personas aconsejan a sus padres le faciliten el camino del sacerdocio. Visión clara y profética. Sí, Juan ha nacido para sacerdote y sólo para sacerdote: este es su humilde, su grandioso, su providencial destino. Por este camino sencillo, oscuro, el «Cura de Ars» llegará a ser más famoso que el mismo Napoleón...
La ascensión fue siempre difícil. Juan María no hace excepción a esta regla. Dios le ilumina el horizonte, le señala la meta, le ofrece el concurso de su gracia, pero no le limpia de espinas el camino. Él, con voluntad empeñosa, vence las grandes dificultades iniciales. En el año 1812 lo hallamos en el Seminario de Verrières luchando a brazo partido con el latín, que se le niega en absoluto. En el de Lyon le aconsejan que se retire. El Santo se refugia en Dios y redobla sus oraciones y penitencias. Le examinan -en lengua vulgar, y ni aun así satisface a la Curia. Con todo, el Vicario General da plácito favorable, diciendo: «Puesto que es modelo de piedad, le admito al diaconado; Dios hará lo demás». Esto en 1814. Quince meses más tarde, el Obispo de Grenoble le ordena de sacerdote.
El joven Vianney hace sus primeros ensayos apostólicos en Ecully, como coadjutor. En 1818 es nombrado párroco de una aldea insignificante, próxima a Lyon, cuyo nombre, unido al de su santo Cura, es hoy conocido en todo el mundo: Ars.
Al comunicarle el nombramiento, le dijera el Vicario: «En esa parroquia no hay amor de Dios; ya lo infundirá usted». La impresión del Santo al ponerse en contacto con la feligresía es deprimente: «Aquí no hay nada que hacer. Imposible. Yo mismo corro riesgo de perderme». En efecto: en Ars, igual que en toda Francia, la depresión moral provocada por la extravasación atea y revolucionaria sobre el hogar cristiano es aterradora. ¿Qué hacer? La caridad y el celo se imponen a los primeros sentimientos. ¿Acaso no le han enseñado en el Seminario que, si quiere hacer una obra fecunda de apostolado, ha de alumbrarla necesariamente en el dolor y regarla con lluvia de lágrimas?
Sin pérdida de tiempo, puesta en Dios la esperanza, traza un admirable plan de conquista espiritual —lo más admirable de su vida —, que es la base de su ascética y puede resumirse, en una palabra: inmolación. Y lo cumple estrictamente: pasa el día en la Iglesia, duerme sobre unos sarmientos secos, se disciplina hasta verter sangre, ayuna días y días, vive enteramente solo, reparte su modesto haber entre los pobres y el ser.vicio del altar, vuela a la cabecera de los enfermos, visita a sus feligreses, prepara con sumo esmero la catequesis y el sermón. Durante veinte años desarrolla una campaña metódica contra el juego, la embriaguez, la blasfemia, el baile inmoral, el trabajo en días festivos; pero siempre dulce, alegre, gracioso. «Jamás he hecho a mis feligreses el menor reproche» —nos dice—. Su caridad se revela en estas palabras: «Si los pobres no viniesen a nosotros, tendríamos que ir a buscarlos».
El resultado de este oscuro heroísmo es magnífico, milagroso. «Ars ya no es Ars —puede escribir al fin—: es un pueblo que ama a Dios de todo corazón». Cuando esto dice con ingenua humildad, ya suena en el mundo entero el nombre del «Santo Cura de Ars», y afluyen a la insignificante aldea miles de peregrinos, para confesarse con aquel hombre que discrimina las conciencias. Desde entonces —aparte sus luchas con el demonio — su vida se hace divinamente monótona: la pasa en el confesonario. Dieciséis horas confiesa el 29 de julio de 1859, cuatro días antes de su muerte. «Por salvar a los pecadores —dijera— me quedaría en la tierra hasta el fin del mundo, seguiría levantándome a medianoche y sería el hombre más feliz».
¿Qué podría añadir a esto un ángel? ...