jueves, 7 de agosto de 2025

8 DE AGOSTO. SAN CIRIACO, DIÁCONO Y COMPAÑEROS MÁRTIRES (+303)

 


08 DE AGOSTO

SAN CIRIACO

DIÁCONO Y COMPAÑEROS MÁRTIRES (+303)

LA gracia del martirio —ha dicho Su Santidad Pío XII— es, ordinariamente, de parte de Dios, el coronamiento de toda una serie de gracias que ha ido derramando sobre un alma; así como, de parte del hombre, es el último eslabón de una cadena de fidelidades y correspondencias. En la vida de San Ciríaco, convertido a la Fe milagrosamente —al decir de un antiguo autor italiano — cristiano ejemplar en su actuación pública y privada, y mártir de la caridad, se transparenta a maravilla la verdad de esta luminosa doctrina del Sumo Pontífice felizmente reinante.

Toscano de origen, de familia rica y pagana, sucede a su padre en la prefectura de su provincia, siendo más tarde adscrito a la Corte imperial en Roma. Aquí conoce secretamente los dogmas del Cristianismo y, recto de corazón y de espíritu, se abre sin reservas a la Luz. Y el Cielo le premia. Una noche, oye en sueños una voz que le dice: «Exurge, qui mórtuus sedes, et revivisce: levántate, tú que estás muerto, y vuelve a la vida...».

Ciríaco se ha levantado jubiloso. La Verdad se le ha entrado por las ventanas del alma esplendorosamente. El mensaje celestial es más claro que la luz del sol: el Paganismo es la muerte; el Cristianismo, la vida. Fiel a la Gracia, el flamante cortesano vuela al encuentro del papa San Cayo y se arroja a sus pies, pidiéndole el Bautismo. Generoso hasta el heroísmo, con verdadero espíritu evangélico —con fervor de neófito—, abandona el servicio del Emperador de la tierra para mejor servir al Emperador del cielo, pone sus riquezas a disposición de la Iglesia y da libertad a todos sus esclavos. La caridad de Cristo «le insta», como al Apóstol; la vista de los cristianos perseguidos le angustia y le subleva. ¡Ah!, por ellos está dispuesto a derramar hasta la última gota de su sangre. ¡Qué hermoso ejemplo de correspondencia a la gracia divina!...

Es el año 302. Maximiano Hercúleo, para adular a Diocleciano, su regio protector, ha empezado a levantar'. en el Viminal el gigantesco palacio de las Termas. Cuarenta mil esclavos cristianos —según cálculos del cardenal Baronio— son empleados en la construcción de esta obra. Las historias nos hablan de un espectáculo «digno de la admiración del cielo»: ancianos decrépitos vilmente tratados; nobles personajes uncidos como bestias de carga; adolescentes extenuados por un trabajo brutal.

Pero mientras Roma, degradada y lúbrica, contempla indiferente este cuadro horrendo, este monstruoso crimen de lesa humanidad, un alma grande y magnánima —el noble cristiano Trasón— resuelve emplear su inmensa fortuna en socorrer a los siervos de Dios. ¿Cómo hará llegar sus limosnas a los hermanos sin incurrir en la ira de los perseguidores? Ciríaco, Largo, Esmaragdo y Sisinio, son los instrumentos escogidos por la Providencia para llevar a cabo tan generoso propósito. Estos cuatro atletas de Cristo, con caridad verdaderamente heroica, jugándose la vida a cada paso, una y mil veces depositan en las manos de los fieles el auxilio material que reanima los cuerpos, y en sus corazones, la palabra que consuela, el consejo que alienta, la medicina que cura, el remedio que alivia. El fragor de la persecución no les arredra. Al contrario: la lucha foguea sus pechos bizarros y el contacto directo con los presos los enciende en deseos de santa emulación. Este celo, intrépido hasta la temeridad, es premiado por el papa San Marcelino con la dignidad del diaconado. El Señor no tardará en recompensarles también, coronando con el martirio —como diría Pío XII— la larga serie de gracias que ha ido derramando sobre sus almas generosas.

Fue una mañana cualquiera del año 303. Los cuatro jóvenes se dirigían como de costumbre a su caritativa tarea, cuando, de pronto, sobrevino la detención, temida y deseada al mismo tiempo. Obligados a cargar con las pesadas piedras y los sacos de arena, endulzan sus penalidades entonando himnos de alabanza al Señor. En sus Actas —que son las de San Marcelo — el Emperador preguntará a Sisinio, el primero en conquistar la palma:

Quǽ cármina sunt vobis?: ¿qué cantos mágicos son los vuestros? ¡Ah!, es que el duro trabajo de las Termas resulta demasiado pequeño para unas almas tan grandes como las de estos invictos campeones a quienes luego de hacer su inhumana labor, todavía sobran arrestos para ayudar a sus hermanos. La caridad es su divina magia, y por ella se los encierra en oscura prisión. Pero Dios va con ellos. Los milagros de Ciríaco empiezan a iluminar las tinieblas y el aura lleva su nombre por todo Roma. Diocleciano le llama a Palacio para que cure a su hija Artemia; y el Santo la libra del demonio en nombre de Jesucristo. Ante semejante prodigio, Ciríaco, Largo y Esmaragdo —Sisinio ha muerto ya— son puestos en libertad y colmados de honores por el Emperador.

Breve fue la bonanza. En cuanto Diocleciano fijó su residencia en Nicomedia, Maximiano, dueño y señor de Occidente, renovó la persecución contra los fieles. Ciríaco y sus dos compañeros fueron nuevamente detenidos. El prefecto Carpasio les hizo un juicio de trámite y los mandó decapitar. El 16 de enero de 303, la sangre ardiente de estos héroes y la de veinte cristianos más, alumbró en la Vía Salaria un misterio de iniquidad y de gloria, que sólo Dios y las estrellas vieron...