19 DE JULIO
SAN VICENTE DE PAÚL
APÓSTOL DE LA CARIDAD (1581-1660)
AYER, el Ángel de la caridad; hoy, el Apóstol de la caridad. Camilo de Lelis y Vicente de Paúl: dos héroes, dos gigantes del amor a los hombres. Por fuerza han de parecerse sus semblanzas. Si quisiéramos establecer alguna diferencia entre ambos —más aparente que real— diríamos que lo que en Camilo se llama amor, en Vicente se llama bondad. «Dios —dice Bossuet—, al formar el corazón del hombre, infundió en él la bondad». Pues bien, en pocos ha tenido esta verdad tan espléndida manifestación como en San Vicente de Paúl, «verdadera encarnación de la Providencia Divina con los pobres», paño de lágrimas de los «bienaventurados que lloran». Su natural bondad triunfa siempre: es el arma secreta de su apostolado, el hechizo con que se atrae los corazones... «Vicente hubiera sido el hombre más manso de su siglo, de no existir Francisco de Sales» —ha dicho alguien.
En las Landas pirenaicas —en la ignorada aldehuela de Pouy, junto a Dax— nace en 1581 un niño cuyo solo nombre eclipsará muy pronto el de las más grandes celebridades de la Francia de Richelieu y de Luis XIV: es nuestro Vicente, tercer vástago de una humilde familia campesina, oriunda, probablemente, de España. En su infancia pastorea ovejas. Toda su vida conservará esta simpática —por evangélica— fisonomía del «Buen Pastor».
Aunque sublimada por tantos heroísmos de caridad, su existencia no puede evadir las peripecias humanas. Pero hasta «los harapos de su pobreza inicial, nunca abandonada, resaltan gloriosamente, aureolados por la gracia divina». Desde aquella sencilla escena en que da a un mendigo las treinta monedillas que constituyen sus infantiles ahorros, hasta que los millones resbalan por sus manos pródigas, sin detenerse, como llovidos del cielo, Vicente sigue una línea vertical, áspera, seca, iluminada, hecha de sacrificios y limitaciones, de amores y bondades: es la línea de su ascética y de su mística, la línea de su santidad. De pastor a sacerdote, de sacerdote a profesor, de profesor a cautivo de morería: jalones todos plenos de virtud; de emoción, de humanidad Vicente de Paúl dice su primera misa a los diecinueve años. Ha estudiado en Dax, en Tolosa y en Zaragoza. El abogado señor de Comet le ha pagado la carrera. Durante cinco años, para poder vivir, alterna el profesorado con el ministerio sacerdotal. En un viaje marítimo de Marsella a Narbona —año 1605— cae prisionero de unos corsarios turcos. Esclavo sucesivamente de un pescador, de un médico y de un renegado, templa su fe en las lágrimas y en el martirio de la esclavitud, convierte a su último amo y huye con él al Continente. En Roma, después de venerar el sepulcro de los Santos Apóstoles, es distinguido por el cardenal d'Ossat con una misión secreta y delicada cerca del rey de Francia, Enrique IV.
Y ya tenemos en París —emporio de todos los placeres y de todas las miserias— al «nuevo Apóstol, al «luchador intrépido», al «genial Fundador», al «evangelista y padre de los pobres», al «gran Santo del gran siglo». Su bondad, su inteligencia, sus maneras corteses, le abren en seguida todas las puertas... La reina Margarita de Valois lo hace su consejero y capellán; pero el cercano Hospital de San Juan de Dios le atrae más que la Corte. En él busca un desahogo a sus caritativos ímpetus. Y Vicente deja de ser Vicente, para convertirse en «el buen señor. Vicente»: éste es su nuevo y verdadero nombre, su nombre de batalla, de batalla de amor.
Te suum clamant ínopes, amica turba, patronum.
Los indigentes, los cautivos, los expósitos, los galeotes, los inválidos, los mendigos, los peregrinos, los apestados, los hambrientos, los heridos —¡la amiga turba!, «¡nuestros amos y señores!»— lo llaman a gritos su padre. Y lo es toda circunstancia. Su espíritu sacerdotal, sabiamente dirigido por el P. Berulle, busca en la vida parroquial —en la pobre y abandonada parroquia de Chatillon— el campo más adecuado para sus ideales. No se aleja de la Corte porque no le. interesen las almas de los grandes, sino porque los pobres tienen más necesidad de él. Cuando la Condesa de Gondi —de cuyos hijos ha sido preceptor— corre en su busca y lo halla entregado a sus caritativos desvelos, Vicente rechaza la petición de la ilustre dama: «No faltan en la Capital sabios y santos sacerdotes que puedan ocuparse de usted. Éstos, en cambio, no tienen a nadie». Sólo cede ante la perspectiva de un bien mayor; perspectiva que este providencial trato con los Gondi y su nombramiento de capellán general de la Marina de Francia, convierten pronto en sublime realidad.
En el ardor de su piedad con los desvalidos, florecen sus grandes Instituciones benéficas: la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad, para lo cual Dios le depara el concurso de Luisa de 'Marillac, admirable y santa mujer. Durante los treinta años que aún vive, Vicente se detiene en esta su obra cumbre y genial —¿quién no la conoce y admira?— convencido de haber erigido el único altar posible —el altar del amor— sobre las ruinas del egoísmo humano...
El día 27 de septiembre de 1660 —dice un docto clérigo moderno— pudo ver París con qué dulzura, entre pobres y lacerados, pueden cerrarse unos párpados.