domingo, 22 de junio de 2025

UN HOMBRE PREPARÓ UN GRAN FESTÍN. Fray Justo Pérez de Urbel.

 


SEGUNDO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Un hombre preparó un gran festín

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Hemos entrado en un nuevo Ciclo del año eclesiástico, el ciclo de los domingos de Pentecostés, que se extiende hasta que venga otra vez el Adviento a cambiar el escenario de la liturgia. Pasaron las grandes emociones, las horas de las súbitas alegrías y de las angustias supremas, las  peripecias escalofriantes de la divina aventura de nuestra redención. Ya estamos salvos. A la peregrinación, llena de miedos, pródiga de azares de peligros, sucede, no el ocio ni el descanso, que serían la muerte , sino un caminar sereno y confiado, con aquella confianza que brota de las magníficas palabras del Apóstol: "¿Quién es el que puede haceros daño en este camino del amor ?" El paisaje es menos accidentado y más igual; más igual, pero no más monótono, porque la gracia ira descubriendo a vuestros ojos maravillas siempre nuevas, y a vuestros pies irán saltando chispas que parecen desprenderse de aquella claridad milagrosa que brilla en la lejanía, la claridad que no se acaba, la claridad que buscamos en este nuestro peregrinar, la claridad que el espíritu exige dentro de nosotros con gemidos inenarrables. Porque el velo de la esperanza no se ha descorrido por completo todavía. Tenemos, cierto, realidades espléndidas: el domingo de Pascua metió en nuestros pechos una luz que pone en el alma y alegría en la vida; el domingo de Pentecostés trajo sobre nuestras cabezas la lluvia del fuego que inflama y fortalece y es la señal de los que están destinados a entrar en el reino. Pero no hemos entrado todavía; tenemos derecho a la corona, pero aun no la hemos ceñido, y por eso, a la seguridad se mezcla en nosotros el temor, y al júbilo, la melancolía; por eso, vamos peregrinando en espíritu de humildad, para que el viento no nos apague la antorcha y el enemigo no nos arranque nuestro nimbo de llamas.

Y como con los discípulos de Emaús, el Maestro viene con nosotros. Su mirada nos conforta y su palabra nos enciende. Nos cuenta su vida, repite de una manera misteriosa sus milagros, y nos dice sus parábolas. Hoy, por ejemplo, es esta bella parábola del hombre que hizo un gran festín. Reconstruimos el cuadro evangélico, y la figura de Jesús se levanta frente a nosotros con toda su divina grandeza.

Un fariseo influyente ha invitado a comer al Rabí de Galilea. Pero los convidados son muchos: está el doctor de la ley, que reúne todos los días a los jóvenes bajo los pórticos del templo; el sanedrita, que representa la más alta magistratura mosaica; el fariseo orgulloso de sus ayunos y sus abluciones; tal vez el centurión romano y el comerciante que ha venido de lejanas tierras. Con ellos entra Jesús también. Al verle, más de uno debió de hacer algún gesto de disgusto. La comida no podría ser cordial. Otros, en cambio, no pueden disimular su satisfacción: al fin van a observar de cerca al hombre enigmático de quien tanto hablan las gentes.

El primer incidente surge antes de sentarse los comensales. Un extraño entra en la sala, se detiene delante de Jesús. Sus labios están mudos, pero sus ojos hablan, ruegan. Es un enfermo, un hidrópico, que pide ser curado. Una docena de caras hostiles contemplan la escena con sonrisa maliciosa. Jesús mira en torno, y pregunta sencillamente: "¿Es licito curar en sábado?" Todos callan desconcertados; pero el prodigio se ha hecho, a pesar de ser sábado aquel día; y el enfermo sale lleno de alegría y de salud. Todos callan, pero hablan las miradas, ardiendo en llamas de ira y de despecho, y a este lenguaje responden las suaves palabras del Taumaturgo: "¿Quién de vosotros, si se le cae un buey en una cisterna, no le saca, aunque sea día de sábado?"

Nadie contesta. Todos, unos con gesto desdeñoso, otros con actitud iracunda, se apresuran a ocupar los lechos. En cada lecho se extienden tres convidados. El puesto del medio es siempre el de honor. Los convidados se lo disputan sin recato, y el Maestro les da una lección de humildad. Después, otra lección de generosidad al amo de la casa. "Efectivamente -debían de decirse los comensales--, este galileo es un convidado importuno." De repente, salta una frase que parecía destinada a levantar las miradas de los vinos de Engadí y los peces de Bethsaida a las delicias del reino de los Cielos: "Feliz el que pueda tomar parte en el banquete del reino de Dios." Era un fariseo el que había lanzado el veneno en copa de oro. Él sabía bien que los convidados del reino de Dios serían los que cumplen la ley con exactitud, los fariseos en primer lugar, y después los escribas y los doctores, sus colegas y sus émulos en el estudio y en la observancia del mosaísmo. Y a las palabras acompañaba, sin duda, una mirada significativa y un acento de ironía que parecía decir: "En cambio, este falso profeta, que cura a los hombres en sábado, y esos desarrapados que le siguen, gentes de la hampa, usureros arrancados al telonio, cortesanos, hambrientos y visionarios de las orillas del Lago, todos estos, ¿cómo iban a esperar sentarse en la mesa del reino celestial?

Y vino la parábola, suave, rápida, profunda, contundente. Él que lee lo más hondo del pensamiento desenmascaraba la hipócrita mojigatería del fariseo. "Un hombre preparó un gran festín..." Ese anfitrión generoso es el mismo Dios. Tres años hace que Jesús, su servidor, recorre las aldeas y las ciudades de Palestina con el anuncio de la Buena Nueva: El Reino de Dios se acerca; venid, todo está preparado, la mesa está puesta. Pero no serán aquellos hombres los que se sentaran en ese banquete divino. La vieja nación judaica es la higuera maldita, que solo produce hojas inútiles, ritos y ceremonias, palabras, orgullo y vanidad. Tres vicios seculares corrompen sus raíces: el uno se llama interés; el otro, codicia, y el tercero, inmoralidad. Son tres obstáculos que impedirán a esa generación bastarda comprender el llamamiento del Padre de familias. Pero la sala se llenará; se celebrará el banquete, una cena real, un maravilloso regocijo, una fiesta magnifica. El enviado recorrerá las plazas llamando a los publicanos y a los pecadores; saldrá luego a los campos espaciosos, a los caminos abandonados, a los desiertos y a las encrucijadas, donde están los mendigos y los vagabundos, las pobres gentes sin hogar y sin amparo; los pobres cubiertos de harapos, enflaquecidos por el cansancio y el hambre, los enfermos, los heridos, los famélicos, los desheredados. “Venid -les dirá, un príncipe rico y poderoso os invita; ha matado sus toros y sus becerros, y el banquete está preparado." Y ante su gesto desconfiado, ante sus miradas incrédulas, Él los empujará, les obligará a entrar a fuerza de ruegos y exhortaciones. Y estos, los de la última hora, los que temblaban de frío y de abandono en las sendas del error, los que yacían cubiertos de llagas en la región de la desesperanza, los engañados por los espejismos de la vida, los paganos, los infieles, los míseros extraviados de la idolatría, serán los llamados a gustar el banquete del Gran Rey...

El Buen Pastor camina, todavía, a través de este mundo repitiendo la gran invitación, y son siempre los pobres,  los humildes de corazón, los que se sientan alrededor de la mesa, la triple mesa que es una sola mesa: la mesa de la Iglesia, reino de Dios, que nos lleva hasta la mesa del altar, y la mesa del altar, que guarda nuestras almas para la vida eterna; esa definitiva, cena inacabable, felicidad espiritual absoluta, saciante y perpetua.