lunes, 16 de junio de 2025

La Ley nueva de la compasión. Fray Justo Pérez de Urbel

 


PRIMER DOMINGO DE PENTECOSTES

La Ley nueva de la compasión

Fray Justo Pérez de Urbel

 

SED misericordiosos, como lo es vuestro Padre celestial. Otro fragmento del sermón de la montaña, la carta magna de la raza santa, del real sacerdocio de los hijos de Dios. Palabras llanas y desnudas, palabras sin filosofía, pero llenas de originalidad y de fuerza. Amad, había dicho Jesús; amad aun a vuestros enemigos. ¡Pero si es eso tan difícil!

Se ama lo bello, lo noble, lo bueno, lo que es francamente y verdaderamente amable. ¿Es que en ese prójimo que debemos amar no hay fealdades, malicias y deformidades? ¿Es acaso el hombre una perfección en belleza y en bondad? No; Jesús no dice, como Rousseau, que los hombres han nacido buenos; sabe que son miserables, y por eso necesitan de la más bella manifestación del amor: la misericordia. Todo es miseria en la tierra: dolor en el cuerpo, ignorancia en la inteligencia, malicia en el corazón. Hambre, sed, frío, enfermedad, abandono, tristeza, muerte, duda, error, inquietud, fracaso y amargura del saber; orgullo, vanidad, ambición, concupiscencia, desengaño y remordimiento; luchas, violentas, agonías del corazón, tormentos de la conciencia, huracanes de la pasión y caídas abominables.

No se puede negar este espectáculo de angustia que nos ofrece la Humanidad. Para verle, basta salir a la calle; basta que cada cual penetre en su interior. Y ahí están las cárceles, los hospicios, los manicomios y los hospitales. Pero ahí está también la palabra de Cristo: Sed misericordiosos; ahí está enjugando lágrimas, derramando alegría sobre las tristezas, llevando la tranquilidad a los corazones atormentados, calmando los dolores de los que sufren, y llevando la luz a los pobres espíritus que caminan entre tinieblas. No hay infortunios demasiado grandes para ella. Todas las miserias despiertan su solicitud: miserias físicas, morales e intelectuales, miserias de la infancia y de la vejez, miserias de los ricos y de los pobres, miserias de los inocentes y de los culpables, desgracias particulares y calamidades públicas, dolores, sufrimientos, derrotas y amarguras.

Pero esta misericordia evangélica no es un sentimiento estéril que roza inútilmente y pasajeramente el corazón. Es una compasión, pero no aquella compasión superficial que inspiraba a Sófocles las palabras que ponía en boca de Ulises: ''Yo le compadezco, aunque sea, mi enemigo, porque le veo desventurado y perseguido por un hado adverso. Mirándole, pienso en mí, porque veo que cuantos vivimos no somos otra cosa que fantasmas, sombras ligeras. "No es misericordia el simple movimiento de la sensibilidad, ni la emoción ciega por una visión que los ojos no pueden soportar sin vaciarse de lágrimas, ni la simple impresión, la sacudida nerviosa en presencia de una desgracia, ni el cumplimiento frío y convencional que con fórmulas rituales ofrece el mundo a los que se encuentran bajo el peso de la aflicción, ni el sentimiento farisaico, lleno de orgullo, de dureza y desprecio que mira la pobreza, la ignorancia o la debilidad sólo para gozarse en la conciencia insolente de su superioridad. La misericordia lo tiene todo eso: está en la mirada, en el rostro, en los gestos, en la imaginación y en las palabras; más, para ser completa, debe brotar del corazón y, bajo la dirección de la inteligencia, llegar hasta las manos; debe ser activa, fecunda, pródiga, imperante y eficaz. No es verdadera compasión si no se traduce en obras: si no vela a la cabecera del enfermo, si no tiende una mano al caído, si no deja su óbolo en la mano sucia del mendigo, si no enferma con el que está enfermo, y sufre con el que sufre, y expone la vida por salvar la vida del hermano. Esta es la compasión que llenaba el corazón de Cristo. Miles de hombres le siguen al desierto, arrastrados por su ciencia y su bondad; se olvidan de sus casas y de sus familias ante las maravillas del reino de Dios; se olvidan de comer y de dormir; tres días hace que no prueban bocado; están extenuados y a punto de desfallecer. Ante este espectáculo, el Maestro se vuelve a sus discípulos y pronuncia estas palabras, que todos los siglos han recogido con agradecimiento: "Misereor super turbam: Esta muchedumbre me mueve a compasión." Y a la compasión sucede el prodigio: la multiplicación de los panes, el regocijo, el entusiasmo de la multitud. Cuando los enfermos le siguen, el contacto de sus manos les devuelve la salud; cuando, al saltar de la barca, se encuentra a sus admiradores llenando la orilla, con gesto de expectación, con hambre de verdad, su boca se abre para derramar la semilla de la vida eterna; cuando en Betania oye los sollozos de Marta y María ante la tumba de su hermano, su corazón se conmueve, sus ojos se anublan de llanto y el amor obra el más grande de los milagros. Por todas partes pasa haciendo el bien, derramando a manos llenas la salud, la alegría, el perdón, la inocencia y la luz, derramando su propia sangre, que es fuente de vida y prenda de gloria. San Pablo podrá decir con toda verdad: "Tenemos un pontífice capaz de compadecerse de nuestras enfermedades; para asemejarse a nosotros, quiso experimentarlas todas, menos el pecado."

Tal es la misericordia que Cristo nos enseña con el ejemplo: una fuerza generosa, un deseo ardiente, un principio de acción, una voluntad firme de hacer desaparecer el sufrimiento cuya vista nos entristece. Muchas veces este nuestro anhelo será incapaz de realizar sus ímpetus; y este es el mayor- martirio de los amantes. Solo en Dios tiene la misericordia toda su amplitud, porque solo Él dispone de la vida, de la salud, de la fortuna, de la felicidad. Nosotros, en cambio, no siempre podemos librar a nuestros hermanos de los males que les atormentan; y así nuestra misericordia tendrá que ser siempre imperfecta y limitada. Pero, ¡ah!, aún es mucho lo que podemos hacer; y más todavía lo que podemos dejar de hacer. Es un hecho, que, con frecuencia en vez de acudir en ayuda de nuestro prójimo, nos complacemos en aumentar su miseria. Jesús nos recuerda en el evangelio de este día dos grandes malicias humanas. "No juzguéis -nos dice-, y no seréis juzgados; no condeneis, y no seréis condenados." Primero, los juicios injustos, ligeros y criminales que se levantan en el fondo de nuestra conciencia, en lo íntimo de nuestra mente, ante las acciones de nuestros prójimos. Segundo, las palabras duras, pérfidas, inconsideradas, con que exteriorizamos públicamente esos juicios. El mundo sería más bello si los hombres juzgasen menos y fuesen más misericordiosos en sus palabras. Pero no basta con no quitar la fama, o el nombre, o la tranquilidad, o la inocencia; no basta con no hacer daño; es preciso hacer el bien, es preciso dar, derramar alegría, verdad, dulzura y amor. Dos instrumentitos preciosos, dos limosnas de su actividad infatigable y bienhechora: "Dad y se os dará; perdonad y seréis perdonados." El sabio, que dé ciencia; el rico, que dé oro; el prudente, que dé consejo; el fuerte, que dé sudor y trabajo; el santo, que dé santidad; el poeta, que dé poesía; el joven, que dé optimismo; el viejo, que dé consejo; el hombre, que dé fuerza; la mujer, que dé dulzura; y todo el que tiene un bien, una gracia, un tesoro, una virtud, que lo reparta largamente, magnánimamente, porque para eso se le ha dado del que hace brotar todo lo bueno en la tierra y en el Cielo. "Todo don perfecto, toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces." Pero aquí viene lo más difícil: que el ofendido de la limosna del perdón. Si alguien te insulta, te odia, te persigue o te daña, es un miserable. Razón demás para que tengas piedad de él. Pero también tu eres un miserable: necesitas ayuda para tu brazo, medicina para tu cuerpo, luz para tu inteligencia, consuelo para tu corazón, perdón para tu alma: "Da y te darán; perdona y serás perdonado." El corazón de tu Padre celestial está abierto sobre tu miseria; pero si ha de manifestar sobre ti la gloria soberana de la efusión de su piedad, es necesario que tu seas piadoso, compasivo, misericordioso con tus hermanos.