viernes, 6 de junio de 2025

7 DE JUNIO. BEATA ANA DE SAN BARTOLOMÉ, CARMELITA DESCALZA (1549-1626)

 


07 DE JUNIO

BEATA ANA DE SAN BARTOLOMÉ

CARMELITA DESCALZA (1549-1626)

ANA, Ana:

Tú tienes las obras;

Yo tengo la fama» —dice la Madre Teresa, con su habitual gracejo, a la primera «freila» del Carmelo, Ana de San Bartolomé.

Alto ahí a la humildad. Ahora las cosas en su punto. Tú —Teresa de Jesús— eres la Madre, el Modelo, la Doctora, la Reformadora; ella —Ana— tu «más amante y amada hija», tu copia exacta, tu secretaria, la heredera y propagandista de tu espíritu; que ya son títulos bastantes para poner picas en Flandes. Y no hay aquí metáfora, como verá luego el pío lector.

Ana de San Bartolomé, como antes lo hiciera Santa Teresa, es decir, por mandato de obediencia, escribe también su Autobiografía. Sin la joya de este documento no acertaríamos a justificar la maravilla de su vida seráfica, todo sencillez y trasparencia.

Una vez más, «Ávila, Santos y cantos»; porque de la diócesis avilesa es El Almendral, pueblo nativo de Ana. Sus padres —Fernando García y María Manzanas— a fuer de buenos castellanos, son cristianos de pura cepa. La Beata nos cuenta con ingenuidad santa, casi infantil, cómo desde pequeñita le infunden grandísimo horror al pecado. Un día —tiene entonces siete años—, viéndola llorar a lágrima viva, inconsolable, le preguntan la causa. Ella responde: «Lloro porque tengo miedo de pecar y condenarme».

A los diez años pierde a sus padres. Sus hermanos la hacen pastorcita. En este humilde oficio recibe diariamente la visita del Niño Jesús, que se entretiene a jugar con ella como si tal cosa. «En todas partes se me mostraba —escribe—, y parecía crecer conmigo». También Ana, como antes la chiquitina andariega avilesa, piensa en ermitas y, acaso, en palmas de martirio; pero a otras andanzas no menos nobles la destinas el Señor… Ana ha llegado a edad casadera. Sus familiares la instan a contraer matrimonio. Ella exige un esposo perfecto. Jesús se le aparece y le dice: «Yo soy el Esposo que tú quieres; conmigo te has de desposar». Y en el convento de Descalzas de Ávila —recién fundado por Santa Teresa— recata su albura de paloma la humilde pastorcita de El Almendral, el día de Todos los Santos de 1570. Dos años más tarde —el 15 de agosto— es admitida a profesar como lega, siendo la primera «freila» que recibe Teresa en la Reforma. Ya de novicia «conoció luego la -Santa Madre —dice el Padre Enríquez— el raro espíritu y la pureza y sinceridad de Ana». Con suma perspicacia y clara visión del futuro, vuelca la insigne Fundadora todo su saber de iluminada en esta alma dilecta, hasta llegar a identificarse con ella. Pronto tiene que moderar los fervores de su amada hija: «Hay que poner las cosas en su punto —le reprocha amablemente cuando a orar, a orar; cuando a dormir, a dormir; y así sen todo. Porque dícenme que pasa mi hija las noches de claro en claro; y aunque es en divina compañía, menester será, Hermana, que no se distinga de las otras...». Y, haciendo un divino juego —sabia táctica la suya— finge no dar importancia a los patentes milagros y revelaciones de Ana. Más aún: para acrisolar su humildad, la ejercita en los más bajos oficios, como enfermera, portera, provisora y ayudante de cocina. La hace, en suma, la «Santa Marta» del convento. Teresa sabe muy bien que «la humildad es la verdad». Así, la gran Directora de almas consigue una obra acabada, perfecta. Entonces, al calor de una dilección santa, brotan sus delicadas preferencias por Ana de San Bartolomé, que llega a ser su secretaria íntima, su báculo y sostén, su «compañera» inseparable. Monja «inquieta y andariega» como ella, «padeciendo y muriendo» con ella por la gloria de Dios, la sigue en todos los viajes y fundaciones de los tres últimos años, que son los más difíciles y borrascosos. Al fin, llega el calvario de Alba de Tormes, Ana de San Bartolomé recoge el último suspiro de la Mística Doctora, y con él la sublime herencia de su espíritu, de sus anhelos y de sus virtudes todas. Es el 4 de octubre del año 1582.

Desde este día, la sencilla «freila», que no sabía leer ni escribir cuando hizo la Profesión, será la Maestra del teresianismo —«capitana de Prioras»—, la propagadora incansable de la Reforma en España, en Francia y en Flandes, donde, por mandato divino, trabaja los últimos años de su vida en un clima de milagro. Las fundaciones de París, Pontoise, Tours y Mons, marcan su ruta iluminada hacia Amberes, culmen de su gloria terrena y celestial.

Recordemos ahora el suceso inmortalizado por Velázquez en el cuadro de «Las lanzas». La víspera de la triunfal jornada, los Caballeros de Isabel Clara Eugenia —entre ellos el Marqués de Espínola— reciben de rodillas la bendición de la Madre Ana, «porque la tengo —dice la Infanta— por más fuerte defensa que cuantos ejércitos pudiéramos tener». La rendición de Breda se debe a las oraciones de la Beata y de sus monjas del palomarcito de Amberes, cuya Ciudad, agradecida, la aclama desde hace tres siglos con el título de Libertadora. Pero, en medio de este delirio admirativo, se oye la voz tímida y humildísima de Ana: «Señor, cuando me llevéis, sea sin ruido»...

El 7 de junio de 1626 la mansa paloma de su alma subía «derecha al cielo», calladamente, cual la. vio la leguita santa, Catalina de Cristo, allá en su convento de San José de Ávila.