miércoles, 4 de junio de 2025

5 DE JUNIO. SAN BONIFACIO, ARZOBISPO Y MÁRTIR (680-755)

 


05 DE JUNIO

SAN BONIFACIO

ARZOBISPO Y MÁRTIR (680-755)

SI el apostolado es un auténtico martirio y el martirio el más definitivo apostolado, es evidente que los apóstoles mártires han sido doblemente mártires y apóstoles. Uno de los hombres que con más legitimidad ostenta sobre su frente estas lucentísimas diademas, es San Bonifacio, el gran Apóstol de Alemania —vikingo del Evangelio—, cuya vida eminentemente misionera —siempre al filo del heroísmo— culmina en un gesto apologético, heroico, redentor por antonomasia: el martirio, refrendo fecundo de la sangre vertida por el más noble y bello ideal.

Un día cualquiera del año 718, el papa San Gregorio II recibe en audiencia privada a un monje anglosajón. En Roma nadie conoce al humilde peregrino; pero el Sumo Pontífice lo acoge bondadoso y lee con amable interés una carta comendaticia del Obispo de Winchester. Por ella conoce no sólo las circunstancias de su vida anterior, sino también las distinciones y méritos que avaloran su personalidad. Winfrido —tal es el nombre de este monje a quien la historia conocerá por Bonifacio— es originario de Kirton —hoy Crediton— en el Devonshire. Desde los siete años vive en el monasterio de Exéter. Maestro de Teología en Nursling, dilata su nombre por toda Inglaterra. Sus esclarecidas virtudes lo elevan a la dignidad sacerdotal. 'Entonces se despiertan sus ansias misioneras y sueña con pasar a los dilatados reinos de Germania, todavía paganos. Su entusiasmo se desborda cuando los superiores lo envían a la ciudad de Utrecht. Espera poder completar la obra de su compatriota San Wilibrordo, primer apóstol de Frisia. La persecución de Radbodo, rey de los frisones, le obliga a volver a Nursling; pero como los Benedictinos quieren hacerle abad, resuelve irse a Roma, con el fin de exponer al Sumo Pontífice su gran deseo de llegar a ser apóstol de Alemania. Sus superiores consienten en ello; con lo que, provisto de unas letras testimoniales de su Obispo, Dapiel de Wínchester, se parte inmediatamente para la Ciudad Eterna.

Y allí está ahora esperando la respuesta del Papa.

Su Santidad lo nombra misionero apostólico y legado pontificio en Germania, el año 719. «Los piadosos deseos de tu celo inflamado en Cristo —le dice— y las pruebas que me has dado de tu fe, exigen que te llamemos a participar de nuestro ministerio para la dispensación de la palabra divina. Ve, pues, a llevar el reino de Dios a cuantas naciones halles en tu camino, y que, en espíritu de virtud, sobriedad y caridad evangélica, derrames en las almas la predicación de los dos Testamentos».

Así dio comienzo uno de los apostolados más fecundos y felices que ha conocido la Iglesia a lo largo de sus veinte siglos de existencia. Este sencillo monje benedictino, con su recia contextura espiritual, con su exquisita prudencia, con su dominio de las multitudes, con su don de milagros y, sobre todo, con el ejemplo de su vida admirable, va a realizar una obra sensacional, asombrosa. Imitando a la abeja que revolotea un rato sobre todas las flores del jardín antes de posarse en el cáliz preferido —como dice un autor — atraviesa la Lombardía, visita al rey Luitprando y la corrompida Corte de Carlos Martel, penetra en Baviera y Alemania, hasta llegar a la Turingia. Doquiera pasa, deja fama de santo. En Franconia sabe la muerte de Radbodo y se embarca para Frisia. Cabe el obispo San Wilibrordo —en Utrecht— prosigue la labor interrumpida hace tres años, sirviéndole con extrema humildad y ayudándole a desarraigar paganías. Cruza luego el país de Hesse y avanza hasta las fronteras sajonas. En Geismar obtiene ruidosas conversiones, al derribar milagrosamente —«aizholari» de Cristo— la' encina idolátrica de Thor. Es una vida dura y azarosa, un continuo ir y venir; buscando afanosamente las almas...

En Roma resonó el eco de sus triunfos apostólicos. Gregorio II le mandó llamar, le colmó de bendiciones y honores y lo consagró Obispo de todos aquellos reinos donde hubiera de predicar. Después le cambió su nombre por el de Bonifacio y, recomendándole eficazmente a los Duques francos, al clero y al pueblo, lo restituyó a su inmenso campo de misión y de combate.

El último período de su actividad misionera, el de la organización —738 a 755—, es el más pródigo y decisivo. Nombrado Arzobispo de Maguncia por Gregorio III, reforma la Iglesia de las Galias; funda grandes monasterios —Fulda, Friztlar, Bischoffein—, donde se perpetuará su obra; reúne concilios, erige iglesias y centros de cultura, nombra 'obispos y crea nuevas sedes, como las de Erfurt y Wurtzburgo.

¡Es increíble la actividad y celo de este hombre «a quien —son palabras del papa San Zacarías— la Iglesia debe la conversión de cien mil infieles»!

La primavera de 755 vio rosas de sangre misionera sobre los campos de Dockum. El 5 de junio dio Bonifacio el último testimonio de su fe: el testimonio del martirio, más conquistador que la apologética de las razones. A su lado estaba, salpicado de sangre, el libro ambrosiano Del beneficio de la muerte. No en vano escribiera nuestro Santo: «Seamos firmes en la justicia, preparemos nuestros corazones a la prueba, confiando en Aquel que ha puesto la carga sobre nuestros hombros. Muramos, si Dios quiere, por las leyes santas de nuestros padres, a fin de merecer con ellos la herencia de la eternidad».