26 DE JUNIO
SAN PELAYO
NIÑO MÁRTIR (+925)
LA historia del martirio en los fastos de la Iglesia Católica es de una amplitud y belleza incomparables, porque está escrita por héroes de toda edad, sexo y condición: por hombres y mujeres, grandes y pequeños, jóvenes y viejos: por Ignacio, por Engracia, por Ireneo, por Benilde, por Hermenegildo, por Jorge, por Vicente, por Lorenzo, por María Goretti...
Y en un capítulo aparte, el más hermoso y atrayente, el coro angélico de los niños, mensajeros de amor y de esperanza. ¿Queréis nombres? Ahí tenéis los de Tarsicio, Agapito, Justo y Pastor, Venancio, Pancracio, Ignacito, el Niño de La Guardia, Dominguito de Val... —¿quién podrá contarlos?— Y Pelayo. Sí. Pelayo es también uno de estos angelitos que clarificaron al mundo con la llamarada de su heroísmo sin par. Lo menciona hoy el Martirologio Romano. Por eso le dedicamos con amor y admiración la pía ofrenda de esta humilde semblanza.
Carrera corta, pero recia y triunfal. Túy, sobre el Miño —la dulce y morriñosa Túy—, es la ciudad que posee más testimonios a su favor para apellidarse cuna de San Pelayo; o San Payo, como se le llama en Galicia. Sobrino de Hermogio, obispo tudense, este lirio encendido florece junto al santuario —la soberbia catedral-castillo—, destinado también a las altas dignidades eclesiásticas. Nada le falta en los albores de su vida: ni oro, ni cariño, ni sobrinazgo, ni próvida educación. Es, pues, un niño feliz, aunque, según algunos biógrafos, una seriedad impropia de sus años le invade por completo. A nosotros nos ocurre pensar, si esa pretendida seriedad no será índice de la belleza reposada y serena de Galicia, o de esa robusta vida interior que da al hombre gallego un no sé qué de amable melancolía...
Un suceso inesperado, de providenciales consecuencias, surge un día en la vida del bendito niño: su tío Hermogio, envuelto en los azares de la Reconquista. ha caído prisionero de los moros en la batalla de Valdejunquera —920—. Pelayo forma parte de los rehenes que el
Obispo ofrece al Emir Abderramán III a cambio de su libertad. Piensa Hermogio que le será más fácil rescatar a su sobrino; pero el esperado rescate no llegará nunca.
Y ya tenemos a Pelayo cautivo en Córdoba, muy cerca de los palacios del Califa. Al principio llora inconsolable, suspirando por las magnificencias catedralicias de Túy; más enseguida se recobra y se abandona en brazos de la Providencia. La fe le da valor y fortaleza. Canta las bellas antífonas que aprendiera en la escuela tudense, reza salmos, lee en los Libros Santos, discute con los musulmanes y engaña santamente sus días con el ejercicio de todas las virtudes. Niño en los años — no tiene más que diez da la impresión de poseer la virilidad de la edad perfecta: guarda extremada pureza de alma y cuerpo, gran honestidad en el trato, gran medida en las palabras, gran concierto en todas sus obras.
Así pasa tres años este ángel en carne humana. Hasta que un día aciertan a verle unos cortesanos. Prendados de su rara hermosura, corren a Abderramán y, por hacerle lisonja, le dicen la admiración con que han visto en la cárcel a un niño cristiano, bellísima criatura, sólo digna de su presencia. Podría ser uno de sus efebos...
El Emir, sensual hasta la brutalidad, manda traerle inmediatamente.
Entra Pelayo en la estancia real ricamente vestido. Su hermosura, sazonada con mil gracias del Espíritu Santo, sobrepuja en mucho al pregón de la fama. En los ojos de Abderramán brilla una mirada de lujuria.
— Niño, serás lleno de honras si, negando a Cristo, reconocieres a Mahoma por Profeta. Ya ves cuánta es la grandeza y opulencia de nuestro señorío: todo es tuyo, si abrazas mi ley alcoránica y dejas de ser cristiano. Tendrás esclavos y cuanto puedas apetecer. Y si quieres llamar a tus padres, yo les daré haciendas en mis reinos, y les haré tanta honra como a los mejores de mis vasallos...
La oferta es tentadora. El Califa, arrellanado entre cojines, sonríe satisfecho, mientras observa la reacción del adolescente. Éste, con mayor ánimo y cordura que parece caber en un niño, responde:
— Todo eso es nada, oh Rey, en contrapeso de lo que me pides. Soy cristiano, lo fui y lo seré. Más quiero perder la vida que ofender a mi Señor.
Deslumbrado el Emir por el encanto del joven, intenta acariciarle, sin parar mientes en «sus bachillerías». Pelayo retrocede como ante una sierpe.
— ¡Atrás, perro, aparta! —exclama en un gesto de ira y de asco al mismo tiempo, mientras rasga su túnica de seda —¿Piensas que soy como esos muchachos afeminados e infames que te acompañan?
Pero Abderramán está ciego de pasión y no repara en la afrenta. Todo es más sufrible que el fuego que le abrasa. «Llevadle y educadle mejor —dice a sus confidentes — de lo contrario, sabéis el castigo que merece».
Todo inútil: la fe del heroico niño es inconmovible. Entonces el fuego brutal se trueca en fuego de odio y de desprecio. Y empieza un martirio atroz: un golpe de alfange le derriba las manos orantes; otro los brazos, ya troncos; otro los pies; otro la cabeza. Y así, en pedazos, es arrojado al Guadalquivir el cuerpo virginal, hecho rosa de sangre por amor a Cristo...
Oviedo —la ciudad mártir— guarda el tesoro de esta flor de martirio.