02 DE MAYO
SAN ATANASIO
PATRIARCA Y DOCTOR (295-373)
ATANASIO fue un hombre que se llamó Atanasio. Esta ingeniosa frase de Chesterton podría interpretarse así: Atanasio no ha habido más que uno. El testimonio del Martirologio Romano es categórico: «En Alejandría —leemos— el tránsito de San Atanasio, Obispo de la misma Ciudad, Confesor y Doctor de la Iglesia, celebérrimo en santidad y doctrina, en cuya persecución se conjuró casi todo el orbe. Él, sin embargo, defendió vigorosamente la Fe católica desde el tiempo de Constantino hasta Valente, contra Emperadores, conciliábulos y Obispos Arrianos, de los cuales insidiosamente acosado, anduvo prófugo por todo el orbe, hasta no restarle en la tierra lugar seguro donde ocultarse. Por fin, vuelto a su Iglesia, después de tantos trabajos y tantas coronas de paciencia, a los cuarenta y seis años de sacerdocio, imperando Valentiniano y Valente, pasó al Señor».
No se puede decir más en menos palabras, como no sea la frase de Chesterton. Pero ni estos bellos elogios sintéticos, ni los más extensos panegíricos pueden darnos una idea cabal del llamado Padre de la Ortodoxia. Su formidable erudición teológica, su contundente argumentación, su elocuencia arrebatadora, su enorme e inalterable dinamismo eficaz, su ascendiente moral, su virtud, en fin, y su ciencia angélica, hacen de él acaso la figura más notable y simpática del siglo IV. Es inútil pretender seguirle en su carrera de gigante: imposible pintar en una semblanza exigua el retablo de su vida. Quede, pues, aquí, como símbolo de la indefectibilidad de la Iglesia, o, en último término, como lo que es: un milagro de Dios...
Nació Atanasio en Alejandría a fines del siglo 111. En el estudio de las letras humanas, de la Filosofía, de la Escritura y de los Padres, formó su poderosa inteligencia con un bagaje doctrinal profundo, indispensable en su misión de guía intelectual de una época. Sozómeno asegura que desde muy joven vivió al lado del obispo Alejandro, ya como secretario y consejero, ya como diácono. De los propios escritos del Santo se deducen su régimen de ascetismo y sus relaciones con los anacoretas de la Tebaida, especialmente con el gran San Antonio. Y así, griego por educación —como lo evidencia la flexibilidad de su dialéctica—, Atanasio es también, por la firmeza e independencia de su fe, hijo de esos egipcios que tienen a gala ostentar las cicatrices recibidas en defensa de sus creencias religiosas.
El año 325 —simple diácono aún— acompaña a San Alejandro al Concilio de Nicea, en el que se va a dilucidar la debatida cuestión de la consustancialidad del Padre y del Hijo. El joven Atanasio se significa desde las primeras sesiones como el más temible adversario del Arrianismo, por su argumentación luminosa en defensa de la divinidad de Jesucristo, y concluye concretando su pensamiento —como hoy se dice— en la sublime fórmula de su Símbolo. Más de trescientos Obispos subscriben las conclusiones del Diácono alejandrino, y el Misterio es declarado Dogma de fe. Atanasio ha sido el alma del Concilio; pero las miradas protervas de los herejes se clavan en él como una conjura de muerte...
Cinco meses después de la magna y encrespada Asamblea, el campeón inflexible es proclamado Obispo de Alejandría. Tiene treinta y dos años. Desde ahora no vivirá sino para la lucha, puestas las miras en una ambición santa: defender la Divinidad de Cristo, y alentado por este lema de combate: Decet nos non témpori sed Dómino servire: Necesitamos servir a Dios, no al mundo. Este «hombrecillo» —como le llama con desprecio Juliano el Apóstata— continuará recitando hasta la muerte, sereno, bondadoso, imperturbable, las lacónicas sentencias de su Credo, que escalofrían de pavor a los arrianos y abren para los católicos risueños horizontes.
Pero los herejes .no pierden de vista al Obispo que, con una dialéctica firme y sutil, desbarata la endeble contextura del sofisma. E inventan las más torpes y ridículas calumnias, para desacreditarle ante Papas y Emperadores: se le acusa de asesinato, de profanar los vasos sagrados, de malversar el trigo imperial, de ejercer la magia... Cinco veces es depuesto y desterrado y otras tantas vuelve a entrar triunfalmente en Alejandría, donde el pueblo le adora por héroe y por santo.
Increíble es la actividad de Atanasio en medio de tantas persecuciones, de tantas idas y venidas. Su labor de publicista raya sencillamente en lo milagroso, sin empecer lo más mínimo a su santidad. Escribe, entre muchos, los Comentarios sobre la Biblia, la Historia de los Arrianos, la Exposición de la fe y la Carta a los Obispos ortodoxos. Su doctrina tiene una arquitectura sobria, original, Vigorosa, concatenada con una lógica aplastante. (Si halláis una sentencia de Atanasio —dice gráficamente el abad Cosme—, y no tenéis dónde copiarla, escribidla en vuestros vestidos».
Hay un momento en la vida de Atanasio en que parece va a caer víctima del puñal asesino, pero Dios se la conserva hasta conseguir espléndida victoria. «En santa senectud —escribe San Gregorio Nacianceno— acabó su vida: se acompañó con sus padres los Patriarcas, Apóstoles y Mártires, que pelearon como él por la virtud; y con mayor honra y gloria se partió de este mundo de la que alcanzara con sus triunfos, porque su muerte fue llorada por todos los buenos y la memoria de su nombre ha quedado grabada en nuestros corazones».