04 DE MAYO
SANTA MÓNICA
MADRE DE SAN AGUSTÍN (332-387)
MÓNICA llora y reza. Llora y reza... y sueña. Sueña que está sola, encima de una tabla estrecha tendida sobre el abismo. Un ángel de luz se le acerca sonriente:
— ¿Lloras? ...
— Sí; lloro la pérdida de Agustín. ¿Dónde está Agustín? ¿Dónde está hijo? ¿Dónde? ¿Dónde?
— A tu lado está. ¿No le ves?
Mónica ha vuelto instintivamente la cabeza. Está despierta. A su lado, Agustín lee.
— Soñaba contigo, Agustín. ¡Oh!, mira: a nuestros pies se abría un abismo insondable. Tú y yo, hijo mío, estamos juntos, muy juntos, sobre la misma tabla de salvación...
—Ya lo estás viendo — interrumpe Agustín lacerante — hasta el Cielo se pone de mi parte: hemos de estar juntos, es decir, llegarás a ser maniquea.
—No digas eso, hijo mío —replica Mónica—; no se me ha dicho «Estás donde está», sino: «Está donde estás».
Agustín —nos lo dirá él más tarde— queda profundamente emocionado, más que por el relato de la maravillosa visión, por la luminosidad y sutileza de las palabras salidas de labios de su santa madre.
A la luz de un rayo de esperanza, Mónica fue a pedir consejo a un Obispo, el cual, conmovido, inspirado por Dios, le dio esta profética y consoladora respuesta:
— ¡Oh, mujer admirable!; ten buen ánimo; no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas».
Con esta escena, inspirada en el libro de las Confesiones, creemos haber logrado el perfil de nuestra Santa; a saber: que Mónica nace para Agustín —para darle, en doble y prodigioso alumbramiento, la vida temporal y la eterna—, y para ser altísimo modelo de madres cristianas. No es opinión gratuita. Lo dice ella misma a su hijo —a fuer de Nunc dimittis— en la hora suprema e idílica de volar a Dios. Éstas son sus palabras: «Hijo mío, para mí la vida ya no tiene encanto alguno. Por una sola cosa he deseado vivir: por verte en el seno de la Santa Iglesia. El Señor me ha escuchado. ¿Qué hago ya en este mundo?». «Si el corazón de mi madre hubiera sido traspasado por la noticia de mi pérdida final —dice San Agustín—, no habría. curado nunca. Me es imposible expresar con qué alma me amaba».
Pero bosquejemos ya su biografía, siquiera brevemente. El libro nono de las Confesiones de San Agustín será nuestro guía fiel.
Mónica nace en Tagaste el año 332, en un hogar cristiano y virtuoso por tradición. Desde la cuna es educada por normas de severa rectitud: ni sus padres, ni su fidelísima nodriza le permiten nada que se aparte del exacto cumplimiento de la Ley de Dios. De esta manera, crece piadosa, honesta, templada para la vida. Al llegar a la edad núbil, casa, por voluntad de sus padres, con un joven llamado Patricio, varón distinguido, pero gentil e irascible. Mónica intenta desde luego ganarlo para el Cristianismo, «haciéndose hermosa y reverentemente amable» con sus virtudes. La misma conducta observa con su suegra, mujer ceñuda y suspicaz. Dice San Agustín: «Ganó para Vos a su marido con atenciones y mansedumbre, reduciéndolo a la Fe antes que saliese de esta vida mortal. Y termina, resumiendo: «Había sido mujer de un solo varón, había cumplido todas las obligaciones que tenía para con sus padres, había gobernado su casa y familia con mucha piedad, y las buenas obras que había hecho —en otra parte le llama «sierva de los siervos de Dios»— daban testimonio de su virtuosa conducta. Ella por sí misma había criado a sus hijos, sintiendo después por ellos los dolores del parto, cuantas veces los veía apartarse de vuestra santa Ley».
Por quien más sufre es por él, por Agustín. «Lloraba más de lo que otras madres suelen llorar la muerte de sus hijos». Y Agustín será su gran obra, cincelada con lágrimas y oraciones. «Después de Dios —nos dirá el Santo—, todo lo debo a mi madre». Desde que, niño aún, comienza a estudiar en Tagaste, hasta que se derrumba gloriosamente en las manos ungidas de San Ambrosio, pasando por las locuras de Madaura y Cartago, no cesa de llorar y rezar por este hijo queridísimo que se anda por los caminos del diablo. Cada vez que Agustín viene a casa, el dolor de su madre se aviva con febril inquietud. Un día, Mónica, absoluta en su fe, prohíbe al apóstata sentarse a su mesa. En ella, es una resolución heroica. Pero, cuando el hijo huye a Roma secretamente, le falta tiempo para embarcarse tras él, cual ángel tutelar. «Mi madre —escribe el Santo Doctor— fuerte en su piedad, se había venido a mi lado, siguiéndome por mar y tierra, y confiando en Vos en todos los peligros; tanto, que, en las tempestades, esforzaba a los marineros y les prometía arribo feliz».
Año 387. Mónica está enferma en Ostia. La acompañan sus hijos, Agustín y Navigio. Agustín, tras un encuentro providencial con San Ambrosio, acaba de volver de Milán como Pablo de Damasco: hecho un santo. Ha llegado la hora de la recompensa para la madre santa. Ya no volverá a Tagaste, mas, ¿qué importa. «Enterrad este cuerpo donde os plazca; Dios no tendrá dificultad en reunir mis cenizas».
Mónica llora y reza. Llora y reza... y sueña de felicidad. Está ya en la gloria. «Y vos, Señor, trocasteis su llanto en gozo, mucho más copioso de lo que ella había apetecido».