03 DE MAYO
INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ
(SIGLO IV)
PRIMAVERA en flor por los campos. Primavera que se anuncia en golondrinas evangélicas, en júbilo exaltado de ansias espirituales. Primavera y Pasión —rimas de Pasión y primavera— ecuación perfecta entre el dolor del alma y los aleluyas de la fe; fervor meditativo y flagrante que sitúa al redimido ante su Redentor, con ese afán sublime que trueca la culpa en contrición, las espinas en rosas. ¡Cruces de Mayo!
¡Cruz de Mayo!
Así se denomina en algunas regiones españolas —significadamente en Andalucía— a la fiesta de la Invención de la Santa Cruz. Estos dos términos —Cruz y Mayo— encierran una bella paradoja: en las lágrimas de ayunos, oraciones y lutos que la Iglesia vierte por la Pasión del Señor, pinta el sol de primavera las radiosas alegrías de la Resurrección.
La Cruz de Mayo, como el Domingo de Ramos, es una fiesta típicamente infantil: el día en que los niños tributan a la Cruz su limpio homenaje de flores y de inocencia. Lo hacen en las calles, en las plazoletas, en los patios. Desde el alba, en santa rivalidad, sientan plaza de artistas. Sobre un taburete alzan una cruz de madera como de un metro de altura, que luego recubren de floridas guirnaldas. A veces consiguen cuadros de encantadora plasticidad. ¡Oh, qué hermoso es este abrirse el corazón de los chiquillos, fresco y virginal como una blanca rosa, ofrenda de perfume íntimo, de ungüento de amor y fe...!
¡Visión de las Cruces de Mayo de llamas y pétalos!
La Iglesia, en el oficio litúrgico de este día, canta también alborozada los versos triunfales del Vexilla Regis pródeunt, que el inmortal poeta San Venancio Fortunato compusiera en el siglo VI, con motivo de la llegada de un insigne fragmento del Lignum Crucis a Poitiers:
Ya tremolan del Rey los estandartes, de la Cruz el misterio resplandece...
Sí. Tremoló en el Calvario como trofeo de la victoria más augusta; tremoló gloriosamente el día memorable de su hallazgo por Santa Elena, y tremola hoy en las calles de nuestros pueblos y ciudades, revestida con el oro y azul de la primavera y aureolada con el inocente regocijo de los niños.
La historia de la Cruz es la historia del milagro. Las tres grandes festividades que la Iglesia celebra en su honor —Invención, Exaltación y Triunfo— han tenido origen maravilloso. Concretémonos a la primera.
El 28 de octubre del 312 queda Constantino dueño del Imperio, al vencer al tirano Majencio en la batalla del Puente Milvio. Refiere el historiador Eusebio, basándose en una relación jurada del propio Emperador, que la víspera de su expedición a Roma, ve Constantino en el cielo una gran cruz luminosa con esta inscripción: «In hoc signo vinces: Con este signo vencerás»; por lo cual la manda pintar en su estandarte, para que le preceda en el combate. La victoria viene a confirmar este prodigio con otro mayor todavía: la conversión de Constantino, a la que sigue el célebre Edicto de Milán, triunfo definitivo del Evangelio y de la Cruz, puesto que la Cruz —lo dice Bossuet— es el resumen del Evangelio, todo el Evangelio en un sólo signo, en una sola palabra.
Pero no acabaron aquí los prodigios. Año 325. Son los días gloriosos de Nicea. En medio de la apoteosis del triunfo, una nubecilla de tristeza se cierne sobre la Cristiandad: ¿Dónde estará la Vera Cruz, que manos impías ocultaron hace ya casi tres siglos? Y el poeta suspira: «¡Oh, Cruz Santa, la tierra no te poseerá jamás; pero llegará un día en que abrazarás con tu mirada la inmensidad del cielo»!
Profecía huera. Dios va a devolver al mundo el sagrado tesoro valiéndose de una mujer intrépida: Santa Elena, madre de Constantino. En efecto: concluido el Concilio de Nicea, la piadosa Emperatriz resuelve ir a Jerusalén, con el fin de visitar los Santos Lugares y buscar la más augusta de las reliquias. Difícil empeño: sobre la antigua Ciudad se alza ahora la Elia Capitolina; sobre el Santo Sepulcro, la estatua de Júpiter; sobre el Calvario, la de Venus. No importa. Ruedan por el suelo los ídolos, se desmonta, se excava, se trabaja día y noche con fe y ardor. En el fondo de una gruta aparecen tres cruces iguales. ¿Cuál será la verdadera? El sello inconfundible del milagro da la respuesta; y la Cruz del Redentor es enarbolada triunfalmente sobre la cima del Calvario. Luego, a fin de que toda la Cristiandad pueda venerarla, se la divide en tres partes: una para la Iglesia de Jerusalén, otra para la de Roma y la tercera para la de Constantinopla. Omnis terra adoret te!
Tal es el origen de esta simpática fiesta, que en España llamamos Cruz de Mayo. Cruz de Mayo, porque esta Cruz —alto florido en los recuerdos de la Pasión— no es como las demás cruces. Hoy, donde hay llagas vemos rosas, y donde el trágico epílogo del Viernes Santo, el emblema del triunfo más augusto, proyectando sobre los pasos de esta vida la eterna trayectoria, tremolando en alto como una bandera. de esperanza: spes única. Por encima de su significado cruento aletean hoy las golondrinas evangélicas de la alegría, del amor y de la victoria, símbolo de redención. Porque, después de dieciséis siglos —¡oh Cruz invicta!—, sigue en vigencia la consigna del Lábaro: «In hoc signo vinces: Con esta señal vencerás...».
Primavera en flor por los campos... En el alma cristiana, renovada por la gracia del Misterio Pascual, ha rebrotado la flor más preciosa de la piedad y del amor: ¡La Cruz de Mayo!